PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


1

        Sin duda os parecerá increíble la historia que os voy a narrar y que aconteció en mi vida de manera inesperada. Todo comenzó tras un sueño premonitorio que me hizo despertar empapado en sudor y con el corazón a punto de salirse por mi pecho.
        Si alguien me hubiera contado que mi situación actual iba a ser ésta, le hubiese tomado por loco y me habría arrancado los dedos de una mano asegurando que eso sería imposible; que jamás me sucedería a mí. Lo cierto es que aquel sueño tenebroso, fue la antesala de lo que me sucede en la realidad:

        El Circo de las Máscaras se había instalado en las afueras de mi ciudad ofreciendo su espectáculo dantesco. Todo acontecía en un ambiente lúgubre y surrealista. Yo era el único asistente a la representación, que se repetía una y otra vez de manera circular. El número lo anunciaba el maestro de ceremonias Edy Brossinsky; un tipo singular de mirada aviesa, largos bigotes engominados, sombrero de copa, frac azul de raso, botas de cuero picudas y una varita negra remachada en tonos plateados, con la cual dirigía el espectáculo y marcaba los tiempos. El maestro Brossinsky ilustraba con su voz demencial y sus gestos histriónicos cierta pantomima representada por Nusky y el gurú Shavad. Nusky reencarnaba a una rubia de rostro angelical con aspecto de princesa elfa. En la escena asistía al consultorio del gurú para que la curase del mal de amores. Shavad era un viejo charlatán hindú de largas melenas y barba canosa que se ganaba la vida engañando a doncellas ingenuas, las cuales asistían a su guarida en busca de consejos amorosos. Por medio de su bola de cristal y de pócimas seductoras, el gurú embaucaba a toda aquella mujer que cayese en sus sibilinas garras.
        Nusky preguntaba al gurú por un antiguo amor del cual no se había podido olvidar. El astuto Shavad consultaba la bola envolviéndola con sus largos cabellos. Pasaba las manos por encima de la esfera recitando mantras budistas para impresionarla. La princesa Nusky mientras tanto permanecía tumbada en un diván. Shavad, tras consultar su oráculo, le decía que ese viejo amor ya estaba en brazos de otra mujer. El gurú acariciaba su pelo rubio susurrándole que mirase hacia delante; que otro hombre más sabio y experimentado colmaría sus necesidades... Luego le ofrecía la pócima seductora hasta hacerla caer en un estado de embriaguez y después yacía con ella.
        El maestro Brossinsky dirigía la pantomima con gestos ampulosos. Alzaba la varita y desencajaba las mandíbulas mostrando una fila de dientes dorados que parecían chirriar con sus carcajadas. Yo permanecía estático observando todo aquello estupefacto.
        Al final de cada representación los tres saludaban con reverencias a las gradas vacías. Entonces Nusky transformando su rostro me miraba fijamente con los ojos vidriosos. Era una mirada hueca y espeluznante que lograba penetrar hasta el interior de mi alma. En ella reflejaba destellos de rencor infinito... Más tarde los focos se apagaban. Brossinsky y el gurú abandonaban el circo. Nusky permanecía sola y callada en el centro de la carpa. Luego cogía furiosa la bola de cristal y se acercaba hasta mí. Algo me impedía salir huyendo. Notaba las piernas pesadas como lingotes de plomo y lo único que conseguía era arrastrarme por el suelo bajo los asientos. Nusky me alcanzaba deteniéndome y pisaba mis manos con rabia. Yo me mostraba inerme tumbado boca abajo sollozando. Entonces ella me obligada a darme la vuelta... En esos instantes Nusky alzaba los brazos con la bola entre las manos para arrojarla contra mí. Yo le imploraba suplicando clemencia, aunque todos mis ruegos eran en vano. Nusky negaba el perdón lanzando la esfera sobre mi cabeza con todas sus fuerzas.

        Un grito desgarrador me despertó de esa angustiosa pesadilla.







2

Aquella mañana Aris estaba intranquilo. Daba vueltas a mi alrededor frotando su lomo contra mis piernas mientras maullaba en tono lastimero. Era como si percibiese malas vibraciones en el ambiente. Cuando Aris se comportaba así, yo sabía que algo iba a suceder... Esa actitud formaba parte de su mundo felino insondable; una dimensión invisible que escapa a nuestras percepciones humanas.
Tomaba el café observándole, intentando adivinar qué es lo que podía haber captado. Y creo que la respuesta la obtuve cuando me disponía a salir de casa para ir a la Biblioteca Nacional en busca de documentación. Mientras me ponía la chaqueta,  vi en el suelo del hall un papel. Alguien lo había deslizado por debajo de la puerta... El caso es que poco después del sueño escuché que llamaban con insistencia, aunque decidí no moverme de la cama pues no me sentía con fuerzas para levantarme. Recogí el papel y observé que arriba a la izquierda tenía el membrete  de la comisaría. Debajo estaba rubricado con la firma de de un agente de la Policía Judicial. Al principio pensé que se trataba de un error, pero mi nombre figuraba claramente en el escrito, que decía así: «Póngase en contacto con el inspector Herranz lo más urgente posible.» Sin duda aquello era un malentendido motivado por un fallo administrativo. 
      A pesar de mi convicción casi absoluta, de camino hacia la biblioteca no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Podría ser algo relacionado con un embargo de Hacienda? Yo tenía todos mis papeles en regla y nada pendiente por declarar. No existía motivo alguno como para recibir una notificación de ese tipo. ¿Y si fuese una multa de tráfico de mi último vehículo? Tampoco me encajaba. Hacía ya mucho tiempo que lo llevé al desguace declarándolo siniestro total. Por lo demás, no había vuelto a coger ningún otro coche desde que tuve el accidente. En la biblioteca no me concentré ni un solo instante y a duras penas pude recabar los datos que necesitaba para mi novela. Volviendo a casa, me di cuenta de que lo más sensato era presentarme por la mañana en la comisaría para aclararlo todo.
Estaba a punto de acostarme, cuando de repente sonó el teléfono. Miré el despertador de la mesilla: eran las doce menos cuarto. Nadie solía llamar a esa horas de la noche, así que decidí no cogerlo dando por hecho que se trataba de una equivocación. Pero a los diez minutos volvieron a insistir. Me levanté de la cama extrañado y descolgué el auricular.
—¿Dígame?
No contestaba nadie.
—¿Quién es? —pregunté de nuevo.
En medio del silencio se escuchaba una respiración profunda.
—Si se trata de una broma, no tiene ninguna gracia.
—Vas a pasarte unos días a la sombra —soltó de pronto una voz siniestra.
—¡Pero qué estás diciendo! —exclamé atónito—. Vamos, dime de una vez quién eres.
—Eso es lo de menos... —susurró.
—No sé qué significa esto, pero yo no he hecho nada.
—¡Tú sabes muy bien lo que has hecho y lo vas a pagar!
Súbitamente la imagen del maestro Brossinsky apareció ante mis ojos. Ese tono histriónico y exagerado era un calco del que percibí en mi sueño la noche anterior. Lo imaginé alzando la varita con su frac de raso azul y sus dientes dorados. En ese instante se cortó la comunicación. Permanecí esperando que volviese a llamar, pero no lo hizo. Me levanté, fui a la cocina y preparé una tila bien cargada. No comprendía nada... Nunca había recibido una llamada anónima y menos con amenazas. Era algo inaudito. Quienquiera que fuese actuó como un auténtico psicópata. Intenté tranquilizarme argumentando que podía tratarse de una broma; pero el hecho de haber recibido la notificación policial me hacía relacionarlo con las palabras de aquel loco. Y el tono de su voz excedía a cualquier tipo de broma, hasta la de peor gusto.
Estuve toda la madrugada dando vueltas en la cama sin poder pegar ojo.







3

Al levantarme por la mañana me miré en el espejo y vi que mi aspecto era deplorable. No podía presentarme en la comisaría con aquel rostro enfermizo, así que decidí posponerlo para más adelante. Esa tarde la pasé en la biblioteca intentando olvidarme de lo ocurrido, pero la inquietud se había apoderado de mi mente y no me concentraba en absoluto. Los documentos que examinaba parecían difuminarse como si fueran textos emborronados. Una y otra vez surgían frente a mis ojos las palabras del anónimo: «Tú sabes muy bien lo que has hecho... Tú sabes muy bien lo que has hecho... Tú sabes muy bien lo que has hecho...»
Al regresar a casa intenté comer algo sin apetito, pero me costaba tragar cada bocado. Entonces volvió a sonar el teléfono. Lo descolgué casi temblando.
—¿Quién es?
—Estás retrasándote en la cita, ¿no te parece? —dijo una voz segura de sí misma.
Percibí por el auricular que echaba el humo del cigarro.
—¿Qué cita? —pregunté nervioso.
—Vamos, ¿me vas a decir que no has visto la notificación?
—¿Se refiere al escrito de la comisaría?
—Efectivamente.
—Verá... Hoy no me encontraba bien; pero mañana sin falta me acerco por allí.
—Piensa que el tiempo corre en tu contra... Cada día que pase, va a ser peor para tu declaración.
—¿Declaración? ¿Qué declaración?
—Tranquilo, no es grave... de momento. Pásate mañana por aquí y te pongo al corriente de todo.
Si de hecho antes no tenía apetito, tras colgar se me hizo un nudo en el estómago. Me di cuenta de que la cosa iba en serio; que esta llamada era auténtica. Tuve la sensación de que se trataba del propio inspector y que el asunto no estaba relacionado con Hacienda ni con ninguna multa. Era algo extraño, muy extraño... Pero en contra de lo que aseguraba el anónimo, yo no tenía ni idea de lo que podía haber hecho para tener que declarar con urgencia en una comisaría. Algo me decía que entre las dos llamadas había una conexión; que estaban relacionadas, aunque fuera de manera indirecta. Por un momento estuve tentado de telefonear a la comisaría y comentar lo sucedido aquella noche. Llegué incluso a descolgar el auricular marcando las primeras cifras, pero en el último instante colgué. Probablemente mi llamada hubiese embrollado más todo... Lo único verdadero es que yo no había hecho nada malo y que por lo tanto nada tenía que temer. Pero..., entonces, ¿por qué debía ir a una comisaría a declarar? Era completamente absurdo. Aunque a veces lo absurdo en la vida se apodera de nuestro destino.
Estuve dándole vueltas sin parar a las llamadas y cada vez liaba más la madeja... Un nerviosismo interior se apoderó de mí. Necesitaba hablar con alguien de confianza para desahogarme. Telefoneé a Juancar, mi mejor amigo, aunque no pude localizarlo. Insistí, pero una vez más saltó el contestador. Tal vez por desesperación me puse a hablar con la cinta grabadora durante más de diez minutos... Fue el quinto mensaje que le dejaba en un mes y me extrañaba mucho no haber recibido respuesta. Sabía que últimamente estaba muy ocupado con sus clases de yoga; pero no era impedimento para que me hiciera una llamada por el simple hecho de saludar y preguntar qué tal me iba todo. Si existía una persona atenta y exquisita en el trato, ésa era Juancar.
Aquella noche fue mucho peor que la anterior, y, para agravar más las cosas, en esta ocasión mi visita a la comisaría resultaba ineludible... Decidí afeitarme pues tenía barba de tres días y daba mala imagen. Esos detalles, en apariencia insignificantes, podían inclinar la balanza a la hora de infundir sospechas. Sí, el aspecto físico era importante. Causar buena impresión al inspector haría más fluido el interrogatorio. Intentaba mantener la calma, pero la excitación se apoderaba de mi ánimo como un torrente de agua imposible de contener. Mientras me afeitaba, observé en el espejo que tenía unas profundas ojeras. Al ser consciente de que por la mañana aún tendría peor cara, me puse nervioso cortándome el labio con la cuchilla. La sangre comenzó a caer a borbotones sobre la espuma del lavabo. Con el labio todavía goteando, me miré en el espejo diciéndome a mí mismo: «Vamos, tranquilo, no te preocupes más. Sea lo que sea, cuentas con tu presunción de inocencia. Eso nadie te lo puede quitar.» Pero mis propias palabras no terminaban de calmarme. Era consciente de que la situación se me estaba escapando de las manos... Aquella noche la oscuridad me angustiaba muchísimo con pensamientos que desbocaban mi mente. En un estado de duermevela, empecé a obsesionarme intentando averiguar qué aspecto tendría el inspector Herranz. Decenas de rostros se agolpaban en mi cerebro como un collage... De repente todas esas caras tomaban vida propia riéndose a carcajadas, hasta que me incorporaba de la cama asustado. Durante algunos minutos lograba conciliar el sueño; pero volvía a despertar con esos rostros flotando sobre mi cabeza. A veces dudaba si aquello era real... Entonces encendía el flexo de la mesilla y me pellizcaba el brazo comprobando que realmente estaba despierto. Las cuatro o cinco veces que repetí esa operación, parecía estarlo... a no ser que estuviera soñando que encendía el flexo y me pellizcaba el brazo para comprobarlo... Por unos momentos creí hallarme al borde de la locura.
Esa madrugada estuve sumido en un estado paranoico que sin duda no era lo mejor para afrontar un interrogatorio al día siguiente.







4

El despertador me hizo saltar de la cama con el pulso acelerado. Me levanté, fui corriendo al aseo y me lavé la cara con agua fría. Miré al espejo y vi que tenía las ojeras mucho más remarcadas que el día anterior. Pero ya no había vuelta atrás.
Hice un café bien cargado y antes de salir me bebí un golpe de brandy de un solo trago. Me enjuagué la boca para evitar que el aliento pudiera olerme a alcohol, escogí la mejor chaqueta del armario y en la puerta me despedí de Aris, que seguía intranquilo como el día anterior.
A pesar del lingotazo de brandy, llegué a la comisaría temblando. Justo antes de entrar, paré, me di la vuelta, y caminé hasta la esquina de la calle. Respiré diez veces hondo, cerré los puños con fuerza, apreté los dientes y me encaminé de nuevo hacia allí con paso acelerado. Había llegado la hora de la verdad.
Una vez dentro pasé el control de accesos, di mi nombre, mostré el papel de la citación y me dijeron que permaneciera sentado en la sala de espera. Repasaba constantemente las respuestas a las posibles preguntas que pudieran hacerme, para que no me pillasen en una contradicción estúpida. Sabía que era importante actuar con naturalidad y no quedarme en blanco. Lo cierto es que no tenía ni idea de lo que se me acusaba. Sobre mi mente flotaban especulaciones sin base alguna en la que poder apoyarme... ¿Cómo pretendía defender mi coartada sin saber qué cargos se me imputaban?
El tiempo en aquella fría sala se me hizo infinito; una verdadera tortura psicológica. Cualquier ruido inesperado, cualquier puerta cerrada de golpe, cualquier teléfono sonando de repente, me sobresaltaba haciéndome todavía más insoportable la espera... Por fin a la media hora, un agente me dijo que pasara al despacho de la Policía Judicial. Y fue allí donde vi por primera vez al inspector Herranz, que me estaba esperando sentado en su silla giratoria, rodeado de cartas y papeles oficiales. Era alto, corpulento y de barba cerrada. Una cicatriz recorría su rostro desde la comisura del labio hasta la patilla dándole aspecto de hombre duro. Tenía algo de misterioso y penetrante en la mirada que imponía respeto. Su manera de moverse era parsimoniosa y segura, como si dominara en todo momento la situación. Se notaba que había vivido cientos de sucesos policiales y que a esas alturas ya estaba de vuelta de las cosas.
 El inspector cogió un escrito con lentitud y frunciendo el ceño lo repasó en silencio mientras aspiraba profundas caladas al cigarro.
—Es una denuncia por acoso de tu ex novia. ¿Lo sabes?
—Pero... eso no es posible —contesté sorprendido.
—Léelo tú mismo —respondió acercándome el papel.
Aunque me costaba creerlo, al principio de un escrito fechado el 24 de mayo ponía que la denunciante era Diana Manrique.
­         —Imposible, señor inspector. Llevo varios meses sin verla.
—¿Estás seguro? —preguntó con la mirada fija en mis ojos.
—Bu... Bueno —tartamudeé—. Hace tres semanas pasé por su casa para devolverle unos álbumes de fotos. Pero nada más que eso. No la he vuelto a ver, se lo aseguro.
—Te recomiendo que seas más preciso en tus afirmaciones. Cualquier contradicción se puede volver contra ti.
—Está bien —respondí sumiso.
—¿Llegaste a entrar en su casa?
—Sí, pero no creo que tenga la menor importancia...
—La tiene, créeme —dijo aplastando la colilla sobre el cenicero.
El inspector se encendió otro cigarro y continuó repasando la denuncia.
—¿Permaneciste allí mucho tiempo? —preguntó distraído mientras daba una calada.
Esta vez dejó de mirarme, y eso me inquietó más todavía. Sin duda las preguntas que se hacen de pasada son las más transcendentes... Me quedé en silencio unos segundos. Por fin respondí:
—Pasamos la tarde juntos y me fui a última hora.
—Demasiado tiempo para devolver unos álbumes, ¿no te parece?
—Bueno..., luego estuvimos charlando. Todavía nos quedaban algunas cosas pendientes de resolver tras nuestra ruptura.
El inspector me observaba en silencio analizando cada gesto y cada frase que pronunciaba. Por unos instantes me dio la sensación de que era capaz de desnudar mis pensamientos con su mirada... Me sentía muy incómodo teniendo que contar cosas de mi intimidad a un desconocido. No sabía hasta qué punto podía obligarme a que le relatase pequeños detalles. Supongo que para él tan sólo era un caso más; pero para mí era mi vida sentimental aireada en el despacho de una comisaría.
El interrogatorio se prolongó durante más de una hora. Yo sorteaba las preguntas procurando que todo encajara perfectamente en el contexto de mi declaración. No podía permitirme la más mínima fisura en mis argumentos, pues eso habría dado pie a que los indicios de las sospechas tomaran más cuerpo. Aun sabiendo que era inocente, la sensación que te produce el hecho de ser bombardeado por todo un cuestionario policial es que en el fondo de tu conciencia eres culpable... En esos momentos hubiese querido gritar, salir corriendo, dar un golpe sobre la mesa e incluso coger al inspector por la pechera proclamando mi inocencia. Pero yo sabía que nada de eso iba a suceder, salvo en mi imaginación...
 Justo al final del interrogatorio, cuando ya empezaba a relajarme, el inspector lanzó una pregunta que me pilló desprevenido.
—Una última cosa —dijo echando el humo lentamente—. Su ex novia nos comentó que tienes armas de fuego en casa. ¿Es eso cierto?
Sin duda se trataba de una táctica de interrogatorio policial: dar confianza y de repente apuntar entre los ojos. Era como disparar la última bala que permanecía escondida en la recámara.
—No creo que esa pregunta tenga nada que ver con mi ex novia —dije ofendido.
—¿Pero tienes armas de fuego o no? —insistió.
Suspiré hondo y contesté resignado.
—Creo recordar que había por casa una escopeta de perdigones. Debe andar por el cuarto trastero, si no me equivoco.
—¿Y qué me dice de la escopeta de caza? —preguntó a bocajarro con una mirada fulminante.
Me quedé helado. Ni yo mismo lo recordaba, y tampoco sabía cómo Diana podía haber obtenido esa información.
­         —Pertenecía a mi padre, pero nunca la usó —respondí—. Ni siquiera llegó a comprar un solo cartucho.
—¿Y por qué la tiene guardada en el armario?
Era evidente que el inspector pretendía acorralarme. 
       —Bueno, verá: se la regalaron unos amigos hace ya muchos años. Una mañana le llevaron a una montería y no volvió jamás. Eso de estar apostado durante horas tras un arbusto no le gustó nada. Lo que de verdad le apasionaba a mi padre era el fútbol. Se pasaba las horas muertas viendo partidos y...
—No has venido aquí para hablarme de las aficiones de tu padre —interrumpió.
Empecé a sentirme cada vez más incómodo y nervioso. Temía decir alguna incoherencia que me complicara las cosas. Era consciente de que estaba perdiendo la naturalidad. Había contestado aquella pregunta de manera acelerada. Sin duda el inspector intentaba desequilibrarme psicológicamente y por unos instantes lo consiguió.
—Le aseguro que es ridículo —dije molesto—. No sé cómo pudo mencionar lo de la escopeta en la denuncia.
—Nada es ridículo —respondió categórico—. Las cosas son, o no son.
—Insisto en que ese comentario me parece irrelevante.
—En la investigación policial no hay nada irrelevante, amigo —dijo tras darle una calada al cigarro—. El más mínimo detalle puede ser motivo de acusación. Encontrar un cabello en el lavabo o huellas digitales en un vaso, podrían ser suficientes indicios como para condenar a alguien a cadena perpetua. Además, si es irrelevante o no, es algo que decido yo, y después el juez... si llega el caso.
Aquella fase del interrogatorio me ofendió en lo más profundo de mi dignidad. Es posible que se tratara de puro formulismo; de hecho, luego supe que era una de las cuestiones que el denunciante por acoso debe rellenar: si el imputado tiene armas de fuego en su poder. Pero esa pregunta de trámite atentaba directamente contra mi honor.
A pesar del tiempo transcurrido en la comisaría me costaba creer lo que estaba sucediendo. Yo lo único que había hecho era terminar mi relación de pareja y me hallaba en el despacho de un inspector declarando si tenía una escopeta de caza.







5

El inspector Herranz dijo que de momento se suspendía el interrogatorio. Entre unas cosas y otras llegó la hora de comer, pero yo debía permanecer allí... Al menos tuvieron el detalle de traerme un bocadillo y un vaso de agua.
 Me sentía impotente; dolido en lo más profundo. No comprendía cómo había sido capaz de hacer algo tan mezquino, tan abyecto, tan injusto para mí. Sin duda el motivo de aquella denuncia era por puro despecho... Diana no supo aceptar que la hubiese dejado después de años conviviendo juntos. Pero nuestra relación se había desgastado y las discusiones eran constantes. En los últimos meses ya no existía ilusión ni armonía entre nosotros; ni siquiera unos momentos de tranquilidad. Lo cierto es que la tarde que fui a devolverle las cosas, entré en su casa e hicimos el amor. A decir verdad, fue ella la que me sedujo... Tras darle los álbumes de fotos, susurró con voz dulce: «¿Eso es todo?» Se apoyó sobre la puerta con las manos extendidas y me insinuó que lo hiciéramos por última vez... Me acorraló seduciéndome y no supe decir que no. Luego me propuso que volviéramos a intentarlo empezando desde cero. Pero le dejé claro que lo de aquella noche sólo había algo casual; que no volvería a formar una pareja con ella.
Después de cenar tomamos unas copas de vino, y empezaron a surgir reproches entre los dos. Una parte de mí aún la seguía queriendo, pero era consciente de que lo nuestro no tenía solución. Le confesé que sabía por medio de Juancar que estaba saliendo con otro chico; un tal Eduardo, para más señas. Era un amigo de su antigua pandilla al que yo solamente había visto una vez años atrás. Apenas podía ponerle rostro debido al paso del tiempo, aunque sí recordaba que me pareció algo  estúpido. Diana lloró en mi regazo asegurándome que no le quería; que estaba con él para tapar mi hueco pero que pensaba en mí constantemente, incluso hasta cuando hacían el amor. Luego me preguntó si yo estaba con alguna chica. En esos momentos me callé lo de Esther... Si le hubiera dicho que acababa de empezar una relación, la habría hundido del todo. Mentí por pena, convencido de que era lo mejor para ella.
Recuerdo que le pedí a Juancar que no le dijera a Diana lo de mi nueva pareja. Por aquel entonces él era la única persona que aún quedaba entre su mundo y el mío... Sabía que mientras estuviesen en contacto yo iba a seguir teniendo noticias de ella y eso me impedía avanzar mirando hacia delante. Aunque es doloroso arrancar de tu corazón alguien a quien has amado, pensaba que lo mejor era distanciarnos del todo para poder rehacer mi vida. Que Juancar hiciera de puente entre nosotros resultaba difícil de llevar para mí... Pero tampoco podía obligarle a que renunciase a su amistad. Por otro lado, me sentía en deuda con él. Había sido mi confidente durante todas las crisis con Diana; el hombro donde consolarme de mis problemas afectivos. Sin duda era el amigo perfecto para desahogarse, y yo confiaba plenamente en su apreciación de las cosas. Siempre tenía un consejo oportuno para cada situación en los conflictos de pareja. Su carácter reposado y su discreción te invitaban a abrirte; a poner en sus manos tus sentimientos más íntimos. La práctica continuada del yoga y las lecturas del Tao Te King se reflejaban en su aplomo a la hora de hacer una valoración. Aquel desapego por los sentimientos que inculca la filosofía budista, arraigaba cada vez más fuerza en su vida.







6

Pasaron las horas y el inspector Herranz no regresaba. Poco a poco empecé a familiarizarme con la comisaría. A fuerza de estar allí metido tanto tiempo, dejó de parecerme un lugar hostil. Ya me sabía de memoria cada rincón de la sala de espera: el número de baldosines, los colores y las formas del mobiliario, los edictos que estaban pinchados en el corcho... Sobre las siete de la tarde, pedí permiso para hacer una llamada y telefoneé a Esther. Le dije que estaría fuera varios días asistiendo a un congreso literario que se iba a celebrar en la universidad de Salamanca. Me dolió tener que mentirle, pero en ese momento pensé que era lo mejor para evitar complicaciones. Se trataba de un asunto demasiado turbio y no quería crear mal ambiente por culpa de temas ajenos a nosotros mismos. Nuestra relación acababa de empezar y mi deseo era que todo fuese armonioso.
Por fin apareció el inspector a las nueve de la noche. Se disculpó con un gesto y volvimos a entrar en su despacho. A pesar de mi falta de sueño no sentía cansancio alguno, y el mero hecho de pasar allí tantas horas me dio seguridad en mí mismo. El ambiente era mucho más relajado que al principio; percibí de manera sutil algo distinto en su forma de tratarme. El inspector se mostraba más cercano y eso me hizo levantar suspicacias. Por un lado lo agradecí, pero tuve el presentimiento de que podía haber algo oculto detrás de aquella supuesta amabilidad.
—Voy a dejar que te marches —dijo mientras firmaba el escrito que me ponía en libertad—. No hay ninguna prueba que te obligue a permanecer retenido por más tiempo. He creído oportuno que permanecieras aquí hasta la noche por cuestión de protocolo. Tal y como están las cosas hoy en día, si te hubiera puesto en libertad a las dos horas me habría traído complicaciones... Eso sí: te aconsejo que te deshagas de las armas cuanto antes.
­         —Pero ya le dije que yo...
—Da igual lo que dijeses —me interrumpió—. Que tengas una escopeta de caza en tu domicilio, es algo que te puede incriminar.
Permanecí unos segundos callado, mirándole con gesto obediente. El inspector se quitó la chaqueta, la colgó del perchero, sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarro.
—Te voy a decir algo en confianza, y espero que esto no salga de aquí... Mi propia mujer me denunció cuando nos separamos, tan sólo por tener el arma reglamentaria... Aunque luego no se pruebe nada y se desestime la causa, que vengan tus propios compañeros a detenerte es una humillación que no olvidas durante el resto de tu vida.
El inspector se puso frente a mí, agachó la cabeza y dijo en tono grave:
—Tienes que tener una cosa muy clara, muchacho: no corren buenos tiempos para los hombres respecto a las acusaciones por maltrato. Hoy en día lo que declare la denunciante prevalece siempre hasta que se demuestre lo contrario. La presunción de inocencia en estos asuntos tan sólo es papel mojado. Por culpa de tanto canalla que anda suelto hemos llegado hasta ese punto... Alguien a quien denuncian por este tipo de delitos, es un sospechoso en potencia con serias probabilidades de que le condenen. Lo que antes denominaban medidas cautelares, ahora no es otra cosa que la antesala de una condena. Y son muchos los que por ello tienen antecedentes penales sin haber hecho nada para merecerlo.
        El estómago se me  anudó con aquellas palabras. Hubo un momento de silencio que se me hizo eterno... Después el inspector continuó hablando sin dejar de mirarme, con el cigarro humeando entre sus dedos.
    —Gracias a la experiencia diaria de nuestro trabajo, sabemos que algunas de las denuncias por maltrato son falsas o están exageradas. Es la punta de lanza que utilizan algunas mujeres para castigar a sus parejas o para vengarse de ellas por despecho. Y saben que como mínimo, hasta que se pruebe su inocencia, van a pasar un rato desagradable en el calabozo de cualquier comisaría. Con esto lo único que consiguen es perjudicar al resto de mujeres que son maltratadas de verdad. Pero hay algunas que no tiene escrúpulos... Se han dado casos de autolesiones provocadas para simular una agresión ficticia.
Yo le escuchaba atento sin mover un solo músculo. El inspector Herranz dio una calada profunda al cigarro, echó el humo lentamente y paseó de lado a lado del despacho pensativo. Después siguió hablando con rotundidad aplastante.
—He visto llegar mujeres llorando a la comisaría, denunciando hechos que nunca se habían producido. He visto acusar de violación a hombres que en ningún momento cometieron ese delito; pero bastaron algunos indicios para condenarles... Los jueces tienen miedo de que la sociedad se les eche encima por no haber sido lo suficientemente duros con una sentencia. Espero que no sea tu caso, amigo; pero muchos hombres inocentes van a tener que pagar el pato por otros que realmente sí se merecen condenas severas y que son los que provocan la alarma social. Es lo que se llama ley de compensación.  Hoy en día las cosas funcionan así. Cualquier crimen aberrante cometido por un varón contra una mujer, de cara a la sociedad nos condena a todos los hombres.
El inspector Herranz me estaba apabullando con su discurso. Había conseguido intranquilizarme de manera ostensible y se dio cuenta de ello.
—Estate tranquilo, muchacho —dijo en tono más cercano—. Tú no tienes aspecto de haber hecho nada... Aquí sabemos olfatear al que tiene sucias las manos y no solemos equivocarnos; es nuestra profesión. Ya sabes: los gestos, la mirada, la respiración, la boca seca, la frente sudorosa... Todos esos detalles hablan por sí mismos. Ahora lo único que tienes que hacer es volver a casa y olvidarte para siempre de esa chica. Hazme caso. Si vuelves a contactar con ella, puede traerte muchas complicaciones.
Entonces me ofreció un cigarro. Aunque yo no fumaba, lo acepté para calmar mis nervios. Empecé a toser de forma compulsiva y me dio varios golpecitos en la espalda. Por unos momentos llegué a pensar que el inspector Herranz, dentro de su aparente dureza, era un tipo amable y receptivo; pero no dejaba de ser un policía y hubiera sido un error relajarme en mi trato con él. A pesar de que sus palabras habían sido políticamente incorrectas y en cierto modo se ponía de mi lado, aquello seguía siendo la prolongación de un interrogatorio. Cualquier cosa que yo dijese, por insignificante que pareciera, podría reflejarse en el acta... Todo en mi mente resultaba cada vez más confuso y contradictorio. Me hallaba retenido en una comisaría, y el propio inspector intentaba darme consejos y ánimos... ¿Por qué esa amabilidad especial conmigo? ¿Quería tranquilizarme o era una táctica psicológica para que me confiara y pillarme en un desliz? ¿Estaría vigilado durante varios días para controlar mis movimientos?
Pensé que lo mejor era largarme de allí cuanto antes, poner tierra de por medio y reanudar mi trabajo con la novela. Quería dedicarme plenamente a ella y olvidarme para siempre de aquel mal trago. Estaba a punto de irme, cuando sonó el teléfono en la oficina contigua. Entró un policía joven y dijo:
—Señor Herranz: una llamada para usted del juzgado de guardia.
—Pásala a mi despacho.
—De acuerdo, señor.
Prácticamente el inspector no habló; se limitaba a escuchar una orden recibida del exterior. Yo permanecía expectante... Instantes después, colgó. Hubo un silencio de varios segundos. Tan sólo se percibía el sonido del viejo ventilador dando vueltas. El inspector me miró condescendiente, y dijo:
—Lo siento, amigo. Tu estancia aquí tendrá que prolongarse por un tiempo... Parece ser que tu ex pareja ha aportado nuevas pruebas en el juzgado y están a la espera de que sean verificadas. Pero no te preocupes demasiado; sólo se trata de una medida cautelar. El juez ha creído oportuno que permanezcas las setenta y dos horas que permite la ley retener a un denunciado en comisaría.
Me desmoroné por completo. Aunque su intención fue quitarle importancia, él mismo olvidó lo que me había dicho minutos atrás: «Lo que antes denominaban medidas cautelares, ahora no es otra cosa que la antesala de una condena.»







7

Tras recibir el impacto de aquella noticia, pensé en mi gato Aris. Lo imaginé sin comida, maullando desconsolado por todos los rincones de la casa... El policía joven me dio algo para cenar y después me llevaron al calabozo de la comisaría. El ambiente allí era lóbrego y húmedo, pero por suerte aquella noche no trajeron a nadie detenido. Iba a estar completamente solo y fue algo que agradecí. Había sido una jornada agotadora. Lo único que deseaba era silencio y quietud para poner en orden mi cabeza... A última hora el policía joven bajó al calabozo, me preguntó si necesitaba algo y luego me dio las buenas noches. Cuando por fin cerró la puerta dejándome solo, me sentí aliviado... Lo cierto es que el trato allí conmigo estaba siendo más que aceptable, teniendo en cuenta que era presunto sospechoso de haber cometido un delito. En esos momentos me dio rabia pensarlo: yo detenido como un vulgar delincuente, cuando la realidad era que no había hecho absolutamente nada. ¿Qué nuevas pruebas habría aportado Diana, si ni siquiera la denuncia por acoso era real? Aquello no me cuadraba... Procuré tomármelo con calma y verlo desde una perspectiva positiva diciéndome a mí mismo: «Tranquilo, tres días pasan rápido. Después todo se aclarará. Además, tengo mi presunción de inocencia intacta. A pesar de lo que diga el inspector, la presunción de inocencia es sagrada. Vivimos en un país democrático. Jamás condenarían a nadie sin pruebas fehacientes.»
Tras quitarme los zapatos, me tumbé sobre la colcha de una de las seis literas que tenía el calabozo. La humedad en aquella estancia oscura te calaba hasta los huesos. Apoyé la cabeza sobre la almohada con aprensión por si hubiera pulgas o cualquier otro tipo de parásito. Luego cerré los ojos intentando relajarme para conciliar el sueño, pero la inercia de todo aquello me produjo un estado de insomnio total.
Pasaron varias horas en el más absoluto silencio. Tan sólo se oía mi respiración acompasada. En la oscuridad del calabozo, infinidad de imágenes lejanas comenzaron a desfilar por mi mente. Allí tumbado, me invadió de golpe un recuerdo de la infancia...... Estaba en la puerta del colegio y corría al encuentro de mi madre...... Ella me miraba sonriente y luego me abrazaba con ternura...... Yo me sentía protegido......Nada en el mundo podía hacerme daño...... Mi madre estaba allí para defenderme...... Cuánto hubiera dado en esos momentos por volver a  ser un crío; por tener allí a mi querida madre abrazándome con todo su amor...... Aquel recuerdo hizo que varias lágrimas se deslizaran sobre mis mejillas. Una desolación absoluta invadió mi ánimo. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo... Me sentía totalmente indefenso y por unos instantes tuve miedo... Entonces me di cuenta de que había vivido circunstancias mucho más duras que aquélla en la que me encontraba esa madrugada. Recordé mi servicio militar en África haciendo guardias junto a la frontera, en barrancos por donde los moros deambulaban de noche...... Las patrullas nocturnas armados hasta los dientes por la Cañada de la Muerte...... El filo de navajas desafiantes en callejones oscuros...... Y los cantos lastimeros de los imanes desde los minaretes en la época del ramadán...... Más tarde pasé dos años terribles en los que el propio diablo parecía haberse ensañado conmigo. Por una serie encadenada de circunstancias adversas, mi situación económica comenzó a tocar fondo... El editor me estafó con las ganancias del libro; tan sólo me pagaba el diez por ciento de lo vendido...... Durante varios años viví en la buhardilla sin luz eléctrica, rodeado de velas por todas las estancias. No tenía dinero para llevar a cabo ningún arreglo. Las cañerías del agua reventaron y tuve que estar durante meses soportando un intenso olor a moho......
La noche avanzaba y no podía dormir. En plena oscuridad, los recuerdos más escabrosos de mi pasado afloraban una tras otro... Retornaron a mi memoria situaciones límite que había experimentado a largo de mi vida: pude ver aquellas rocas escarpadas de Gredos al borde del precipicio...... La nada frente a mí...... El vacío......  El ser o no ser en toda su trascendencia..... El viento áspero de la sierra calándome hasta los huesos...... El miedo de sentir el peligro acechando bajo tus pies...... Y años más tarde el brutal accidente de coche...... Un cretino estampándose contra mí a más de 140 kilómetros por hora...... El sonido del impacto...... El ruido de cristales rotos...... La imagen de hierros retorcidos sobre el asfalto...... La visión de la muerte a un solo milímetro...... El momento de la colisión hasta que golpeé contra la barrera de la autopista...... Fue como si el tiempo se detuviese...... Esos cinco segundos inertes me parecieron una eternidad...... El coche desplazándose casi cien metros fuera de control...... Todo transcurría a cámara lenta...... Percibí el principio y el fin de mi existencia en un solo instante...... Toda una vida resumida en cinco segundos......  Desde el útero materno hasta el momento de abandonar este mundo......
En plena madrugada, con un silencio absoluto invadiendo el calabozo, mis recuerdos comenzaron a diluirse. Luego entré en un estado de ensoñación en el cual surgían escenas de la pesadilla del Circo de las Máscaras: los personajes reían a carcajadas haciendo piruetas y balanceándose en el columpio del trapecista. Los tres se burlaban de mí, me empujaban, me ponían la zancadilla...... Después como por arte de magia aparecían dentro del calabozo y me arropaban susurrando frases en un idioma extraño...... De pronto desperté y los vi observándome a un solo palmo de mi rostro...... Pude percibir con claridad que Nusky representaba a Diana, y el Maestro Brossinsky al autor de la llamada anónima. Pero... el gurú; ¿a quién podía representar en la vida real?
Un hilo de luz comenzó a entrar por las rejillas del respiradero cuando por fin me dormí.







8

Durante las siguientes jornadas que estuve preso, hubo mucha más agitación que el primer día. Compartí el calabozo con varios inmigrantes indocumentados que apenas hablaban español y con dos sudamericanos que habían atracado una joyería. A última hora de la noche, tras una redada por el centro de la ciudad, la comisaría se llenó de prostitutas rumanas que debían prestar declaración. Era chocante verlas montando una algarabía en aquel lugar tan frío y adusto.
 Después de pasar setenta y dos horas detenido, por fin me pusieron en libertad con cargos. Al pisar la acera de la calle y sentir el aire fresco acariciando mi rostro, maldije a todas las mujeres que eran capaces de denunciar a un hombre por venganza, y maldije también a los hombres que eran capaces de maltratar a una mujer... Nada más abrir la puerta de casa, cogí al gato en volandas y lo abracé emocionado. Llené sus cuencos de agua y comida mientras esperaba impaciente junto a mí. El pobre animal había sufrido las consecuencias de una justicia mal pertrechada que mataba moscas a cañonazos. El juez instructor me había impuesto una orden de alejamiento provisional hasta el día del juicio. Tenía que ir todas las semanas a fichar a la comisaría. Resultaba fastidioso, pero dentro de lo malo, bastante llevadero.
A pesar del mal trago y de la humillación, salí reforzado de aquella experiencia. Lo único que deseaba era olvidarlo cuanto antes y volver a la normalidad. Enseguida reanudé mi trabajo de documentación en la Biblioteca Nacional concentrándome en mis asuntos literarios. Aquel duro trance sólo volvía a refrescarse en mi memoria la fecha en que debía pasarme por la jefatura para firmar. A veces coincidía allí con el inspector Herranz, que me saludaba preguntándome cómo iba todo. Él mismo me aconsejó que hiciera lo posible por que retirasen la denuncia. Desde luego era la mejor manera de zanjar el asunto, pero no me atrevía a llamar a Diana, pues ignoraba cuál sería su reacción al escuchar mi voz... Varias veces estuve a punto de marcar su número, aunque en el último instante siempre me echaba hacia atrás.
Fui posponiendo aquello hasta que me llegó una notificación oficial con la fecha del juicio para finales del mes siguiente. En ese momento reaccioné y quise tomar medidas cuanto antes. Iba a ser muy desagradable estar frente a un juez con la persona que había compartido mi vida durante tantos años... Entonces pensé que Juancar era mi última esperanza para intentar que Diana retirase la denuncia. Hacía mucho tiempo que no daba señales de vida, pero estaba convencido de que en una situación como ésa me echaría una mano sin dudarlo. Durante varios días intenté hablar con él por teléfono, aunque me fue imposible localizarle. Al final opté por dejar un mensaje en su contestador diciendo que se trataba de algo muy importante. Pero no me contestó.
Poco después se me ocurrió hablar con Alberto, un amigo psicólogo que teníamos en común. Me dijo que desde hacía varios meses Juancar vivía inmerso en su mundo espiritual. Cada vez estaba más imbuido en sus clases de yoga, hasta el punto de conseguir el título de Maestro Yogui. Había asumido un rol que poco a poco se fue apoderando de su personalidad. Era como si impartir clases de yoga le hubiese colocado sobre un pedestal. A partir de ese momento, sus consejos a los amigos ya no eran tales consejos, sino doctrinas sacadas de lecturas que hablaban por sus labios. No eran sus propios discernimientos los que exponía, sino pasajes de libros budistas que repetía hasta hacerlos suyos.
—Siento tener que decirte esto —me contó Alberto ante mi asombro— porque sé que durante mucho tiempo ha sido tu mejor amigo; pero tienes que darte cuenta de la realidad respecto a Juancar. Aunque parece una persona entrañable y cercana, en el fondo es un tipo taimado y oportunista que se oculta tras filosofías orientales para conseguir sus propósitos. Su perfil es lo que se denomina en psicología como un pasivo-agresivo. Me da la sensación de que durante mucho tiempo has confiado plenamente en él sin conocerle de verdad. Sé varias cosas que te dejarían con la boca abierta...
Alberto me dijo que una noche se encontró a Juancar con Diana en la sidrería del barrio. Por lo visto quedaron para ir luego a cenar a un restaurante vegetariano de parejas. Le confesó que últimamente estaban empezando a salir solos... Diana y Eduardo habían tenido una discusión muy fuerte por mi culpa y decidieron dejar su relación durante un tiempo. A Alberto le dio la sensación de que Diana estaba utilizando a Juancar para darme celos y que picó el anzuelo... En un momento en que ella se fue al servicio, Alberto le contó todo lo que había pasado conmigo: lo de la denuncia, lo de la comisaría, lo del calabozo, lo del juicio. Le pidió que intercediera entre Diana y yo para arreglar las cosas, pero, ante su asombro, dijo que no se quería meter en medio de nosotros. Alberto le cortó aseverando que resultaba muy extraño no querer meterse en medio, y a la vez estar quedando a solas con mi novia... Tras saber todo esto se me cayó la venda de los ojos y descubrí su verdadera naturaleza sibilina, enmascarada en una falsa actitud espiritual. Juancar había sido capaz de quedar a mis espaldas con Diana; pero cínicamente se lavaba las manos ante nuestro problema... Ya no me cabía la menor duda: el gurú Shavad del Circo de las Máscaras era la viva reencarnación del que hasta entonces creía tener como mejor amigo. Fui consciente de que, al contarle todos mis secretos con Diana durante años, estaba poniendo al zorro a cuidar el corral de las gallinas. En realidad, Juancar me ayudaba con la intención de estar lo más cerca posible de ella.
Esa misma noche Alberto se ofreció para llamar a Diana. Hablaron una tarde de domingo pero no pudo conseguir nada. Yo estaba muy cerca del auricular sin que ella lo supiera... Diana le aseguró que no iba a retirar la denuncia; que ya nos veríamos en los juzgados. Se la percibía en el tono de voz distante y resentida. Parecía como si fuese otra persona la que hablaba... Alberto intentó por todos los medios convencerla, pero resultó en vano.
—Una denuncia falsa se puede volver contra ti, ¿lo sabes? —le advirtió al final de la llamada—. Diana se quedó en silencio y después colgó.
Ya no me quedaba otra alternativa. Tenía que llamarla yo mismo. Sin duda era un recurso a la desesperada, aunque no perdía nada por intentarlo... Pasaron varios días hasta que por fin decidí hacerlo, pero ante mi desesperación nunca cogía el teléfono. Diana estaba actuando exactamente igual que Juancar... Resignado, tuve que recurrir al contestador y dejando un mensaje lo más amable posible. No obtuve respuesta en ningún sentido, hasta que una noche a última hora, sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—Recuerdas lo que te dije, ¿verdad?
Esa voz siniestra me era familiar. Permanecí callado esperando a que continuase hablando.
—Te aseguré que ibas a pasarte unos días a la sombra, y lo he cumplido. Pero la siguiente vez no van a ser tres días, sino unos cuantos años hasta que te pudras.
—Eres muy valiente oculto tras el anonimato —respondí desafiante—. Ya es la segunda vez que me llamas y no tienes agallas para decirme quién eres.
—Soy Eduardo —contestó—. Diana me lo ha contado todo.
—¿A qué te refieres con todo? —pregunté alarmado.
—Lo sabes de sobra... Has jugado con fuego y ahora te vas a quemar. Tenemos todas las pruebas que te incriminan.
Me dijo que había leído en su diario lo de nuestro último encuentro en su casa, cuando le devolví los álbumes de fotos.
—La forzaste, ¿verdad cabrón? —gritó insultándome con voz rabiosa.
En ese momento me asusté. O Diana le mentía, o estaba escribiendo cosas falsas en el diario.
—Yo no he forzado a nadie —dije ofendido.
—No voy a perder más el tiempo con tipejos como tú. Solamente quiero que sepas que Diana ya no está sola ni indefensa, y que te voy a partir la cara como la sigas molestando, ¿te ha quedado claro? Ándate con ojo que no estoy de broma. Este año van más de sesenta muertes por maltrato y la sociedad está muy sensibilizada con ello. Ya puedes irte escondiendo debajo de las piedras...
—¡Pero de qué me estás hablando! —grité—. ¡A qué viene todo eso!
—Estás perdido —respondió amenazante—. Ahora sí que lo vas a pagar caro, hijo de puta.
No me dio tiempo a replicar más. Eduardo volvió a insultarme y colgó.







9

Transcurrieron varias semanas de relativa tranquilidad. Yo estaba a punto de concluir mi novela y andada ocupado buscando una editorial para poder publicarla. Esther me había presentado a un antiguo novio suyo escritor que tenía muy buenas relaciones en el siempre difícil mundo literario. La cosa en un principio parecía ir por buen camino, pero al enterarse de que yo era novio de Esther decidió archivar el asunto. Seguía enamorado de ella y no estaba dispuesto a hacer un favor a su nueva pareja. Por otro lado, se le había subido a la cabeza el éxito obtenido con su última novela, pasando en poco tiempo de ser un tipo campechano, a un escritor engreído y pedante de los que miran por encima del hombro a sus colegas de profesión.
Después de varios intentos infructuosos, por fin contacté con una nueva editorial que huía de lo estándar, y que sin duda era ideal para mi estilo. Sabía que muchas editoriales desechaban mis escritos por ser demasiado vanguardistas... Durante una semana estuve ocupado con todas las gestiones para que la novela por fin saliese a la luz. Diseñé la cubierta con el editor y preparamos la maquetación del libro. Tras llegar a un acuerdo en el número de ejemplares para la primera edición, solamente quedaba el trámite obligado de la firma del contrato. Fueron unos días de ilusión y esperanza, en los que de nuevo mi carrera literaria tomaba buen rumbo. Eso sin duda repercutió positivamente en mi relación con Esther, y nuestros lazos afectivos se unieron cada vez más. De hecho, empezamos a plantearnos la posibilidad de vivir juntos.
La tarde que iba a firmar el contrato en la editorial, mi gato estaba de nuevo intranquilo. Daba vueltas sin cesar alrededor de la estancia mientras maullaba.
—¿Qué pasa, Aris? —pregunté acariciando su lomo.
Unos minutos más tarde, llamaron a la puerta. Frente a mí, encontré a una pareja de policías nacionales.
—Acompáñenos, por favor.
—¿Qué significa esto? —dije con cara de incredulidad.
—Tenemos una orden de detención contra usted.
—¿Otra vez? —grité indignado— ¡Yo no he hecho nada!
—Nosotros sólo recibimos órdenes del juzgado.
—Deber ser un malentendido. Juro que no he hecho nada. ¡Lo juro!
—Tiene derecho a un abogado y a permanecer en silencio hasta el día de su declaración frente al juez —dijo uno de los policías.
Me dieron cinco minutos para coger mi documentación y mis objetos personales. Luego me esposaron y me metieron en un coche-patrulla. Poco después ya estábamos frente las puertas de la comisaría. Esta vez me llevaron directamente al despacho del inspector Herranz. Ordenó que me quitaran las esposas y nos quedamos solos una vez más.
—Ahora sí que te has metido en un buen lío —dijo sacando el paquete de tabaco de su chaqueta.
—Le aseguro que no he hecho nada.
—En el informe consta que has infringido la orden de alejamiento.
—Tan sólo llamé para que retirase la denuncia, y ni siquiera hablé con ella. Le dejé un mensaje en el contestador.
—Hiciste mal, amigo.
—Usted mismo me aconsejó que lo intentase —repliqué.
—Pero no directamente, sino por medio de algún conocido.
—Y lo intenté de esa forma, aunque no dio resultado... Por eso decidí llamarla yo mismo —dije agachando la cabeza—. Pero fue una llamada totalmente inocua. Quería arreglar las cosas de manera amistosa...
—Has de saber que el mero hecho de llamarla te inculpa. La orden de alejamiento no es sólo física; incluye el no comunicarse con la denunciante por teléfono o de cualquier otro modo.
—No hubo mala intención en mi llamada, se lo aseguro.
—Recuerda lo que te dije aquella vez.
El inspector sacó un cigarro de la cajetilla, lo encendió, y continuó hablando:
         —Tal y como están las cosas hoy en día, lo que diga la denunciante es palabra de Dios. Son demasiados casos de muertes al año como para que los jueces se anden con miramientos. Métete esto en la cabeza, muchacho: tu presunción de inocencia sólo es papel mojado... Antes siempre debía probarse que alguien era culpable; pero en los casos de maltrato es al revés: tienes que demostrar que no has hecho nada malo, y en ese intervalo de tiempo la justicia vigilará cada movimiento que hagas con lupa.
En aquel instante me sentí traicionado por el inspector. Llegué a pensar que él mismo me había tendido una trampa para infringir la orden de alejamiento. Me daba la sensación de que sabía muchas más cosas de las que me decía y que estaba utilizando un juego psicológico para desbaratarme con la intención de que cometiera un error irreparable... Aquello fue como un zarpazo para mi ánimo y me hundí por completo. Pero no tenía más remedio que seguir luchando. No podía permitir que me desbordara haciéndome claudicar. Sin duda el inspector tenía una fuerza psicológica embaucadora... Era consciente de que si le seguía el juego me arrinconaría contra las cuerdas, quedando definitivamente a su merced. No podía permitir eso; no podía flaquear ni un instante más. Debía hacer un esfuerzo añadido para despojarme de su dominio psicológico, pues de lo contrario estaba perdido... Tenía que sacudir de mi mente la actitud pusilánime que había asumido frente a su personalidad. Lo malo es que partía claramente en desventaja... Él contaba a su favor con la experiencia de años bregando contra toda clase de delincuentes, mientras que yo nunca había sido detenido por un supuesto delito. Y lo más preocupante para mí: él no tenía nada que perder, pero yo me estaba jugando una condena.
Después de pasarme toda la tarde metido en el calabozo, ordenó que me subieran de nuevo a su despacho. El inspector había recibido un escrito urgente del Juzgado nº 11 de Violencia Contra la Mujer. Iba a adelantarse la fecha del juicio. Las pruebas halladas por la policía científica tras la investigación pericial eran irrefutables.
—¿Qué... qué tipo de pruebas? ­—pregunté.
Dijo que existían indicios mucho más graves que me incriminaban, pero que no podía revelar el contenido del sumario. El juez dio órdenes estrictas para que no se me informase de los detalles.
—¿Tan grave es de lo que se me acusa? —musité con un hilo de voz.
 Durante varios segundos permaneció en silencio. Por su expresión, me di cuenta de que se trataba de algo muy serio. Fui consciente de que todo se había vuelto contra mí: mi ex pareja, mi mejor amigo, la supuesta complicidad del inspector... Sentí asco por el mundo y aquel lugar empezó a darme náuseas. En ese instante exploté.
—Vamos, sea sincero —dije en tono de reproche— Acabemos de una vez con este juego. Usted lo sabía todo... Sabía que detenerme sólo era cuestión de tiempo. Desde la primera vez que entré por esa puerta, sabía que yo no era más que un vulgar insecto atrapado en su red. Cuando me dijo que no tenía aspecto de haber hecho nada, se estaba burlando, ¿no es cierto? Y cuando me ofreció un cigarro fue para obtener mi ADN con el filtro de la colilla, ¿no es así? Se ha divertido un rato conmigo, ¿verdad? ¡Vamos, señor inspector! ¡Al menos tenga el valor de reconocerlo!
En esos momentos no pude soportarlo más y me eché a llorar como un niño tapándome la cara con las manos. No comprendía por qué todo se había vuelto tan hostil para mí. No podía aceptar que mi mejor amigo me hubiera traicionado y que Diana estuviese dispuesta a arruinarme la vida a cualquier precio... Entonces el inspector tuvo una reacción que me dejó asombrado. Cerró el despacho con llave, se quitó la chaqueta y la colgó del perchero, se aflojó la corbata, desprendió la chapa policial de su camisa, sacó una botella de whisky del armario, y dijo mirándome fijamente:
—Mientras haya licor aquí dentro, olvídate de mi placa.
A partir de ese instante, todas las barreras dejaron de existir entre nosotros. El inspector me aseguró que me creía. Dijo que estaba convencido de que habían manipulado las pruebas, pero que no podía hacer nada por mí. Procuraba tranquilizarme para que no me preocupara más de la cuenta, aunque yo seguía desconfiando de su actitud ambigua. Lo cierto es que a medida que el alcohol disminuía en la botella, la sinceridad fue ganando terreno entre nosotros. Charlamos de cosas que jamás pensé que fuera posible hablar con un jefe de policía. Tenía ante mí a un hombre sin pelos en la lengua que contaba abiertamente lo que pensaba. A mitad de la botella de whisky, empezó a hablarme de su vida. Me dijo que había corrido delante de los grises durante la época de la dictadura cuando era un universitario. Me contó lo de la cicatriz que atravesaba su rostro desde el labio hasta la patilla; fue en una redada policial contra una banda de atracadores, en los bajos fondos de la ciudad. Al final acabamos hablando de la justicia, de los políticos, de la sociedad; de que el sistema utiliza instrumentos aparentemente inofensivos para controlar a la población. El inspector lo llamaba “echar alpiste a los pollos”. Todo consistía en dirigirnos sutilmente hacia donde le interesa al estado tener a la “masa sucia”, que era el término despectivo con que el poder establecido define al vulgo.
—Pero eso ya viene de antiguo —dijo tras darle un trago a la botella—. Ya sabes: “pan y circo” que llamaban los romanos... Ahora hemos sustituido a los leones devorando cristianos, por los partidos de fútbol y el cotilleo sangrante en tertulias de gente zafia y grotesca. Ahí es donde nos quieren tener para desviar la atención. Al sistema no le favorece un pueblo culto y bien informado. Interesa más que la masa permanezca abducida para manejarla. Si no, ¿cómo se podría controlar a toda esa fuerza? ¿Quién podría detener a millones de personas dirigiéndose hasta el palacio del rey para exigirle que abdique? La fuerza de la masa unida es lo que más teme el poder establecido... Por eso hay que emplear todos los recursos posibles para neutralizarla. Y es más eficiente un buen lavado de cerebro, que cualquier medida represiva empleada contra el pueblo. Los avances tecnológicos, que en apariencia sirven para hacernos la vida más cómoda, pueden acabar utilizándose como herramientas para mantenernos controlados... Orwell tenía más razón de lo que él mismo jamás hubiera podido imaginar cuando escribió 1984: vivimos en un mundo que ha suprimido la privacidad por completo. Ahora cualquier persona en cualquier momento puede ser grabada, filmada o controlada por sus escritos en Internet...
El inspector Herranz era un hombre culto y bien preparado. Sabía perfectamente lo que decía, aunque no fuera lo más ortodoxo para un defensor de la ley... A pesar de sus comentarios liberales, algo me impedía exponer abiertamente mis opiniones. La mayor parte del tiempo me limitaba a escucharle embriagado por el alcohol. Seguía sospechando que podía tratarse de una táctica psicológica para tirarme de la lengua. Es probable que hubiese recabado información y que supiera de mi pasado mucho más de lo que yo pudiera imaginar... Mi primera novela era lo suficientemente comprometida como para escudriñar en mi ideología. No obstante, me sorprendió con todas aquellas disertaciones que rayaban lo subversivo. Es posible que fuera un ardid para poder incriminarme con algún comentario desafortunado que saliera de mi boca; pero me daba la sensación de que todo lo que decía lo pensaba de verdad. Creo que el inspector se percató de ello como si fuera capaz de leer mis pensamientos.
—¿Acaso piensas que un policía no tiene sus propias ideas? —dijo sacando otro cigarro del paquete—. Todos tenemos nuestro punto de vista de las cosas. Nadie puede ser plenamente objetivo en su visión del mundo; ni tan siquiera los jueces... En la sociedad todo es fachada, ésa es la triste realidad. Lo importante es que no traiciones a tus principios por nada del mundo.
Justo antes de abandonar la oficina para bajar al calabozo, el inspector puso su mano sobre mi hombro y me dijo:
—Te deseo suerte, muchacho. La vas a necesitar.
Lo que estaba sucediendo en mi vida resultaba increíble; pero no podía darle la espalda a la realidad. Las leyes eran frías y en ningún momento contemplarían el más mínimo atenuante respecto a mi presunción de inocencia. Aquella calurosa madrugada, la puerta del calabozo se cerró una vez más tras mis espaldas.







10

Estuve detenido en la comisaría hasta la víspera del juicio. Durante ese tiempo, pude recibir visitas de mis allegados. Varios compañeros de la biblioteca fueron a verme, sin dar crédito a lo que me estaba pasando. Alberto de vez en cuando también se acercaba por allí para darme ánimos. Me alentaba diciendo que le echase valor; que el juicio saldría bien. Incluso recibí la visita de mi editor, el cual me animó a que escribiese una novela relacionada con mi propia experiencia. Al final no tuve más remedio que poner a Esther al corriente de todo... Ella no daba crédito a la maldad de Diana y Eduardo.
El día del juicio entré absorto en la sala. Me sentía como un toro que empujan al ruedo para ser lidiado. La gente me observaba con expectación, mientras se dejaba oír un murmullo... Pude percibir un semblante distinto en el rostro de Diana. En realidad, se parecía más al personaje endemoniado de Nusky, que a la mujer con la cual compartí varios años de mi vida. Tenía la misma mirada vidriosa que en mi sueño; el mismo rencor reflejado en su expresión. Junto a ella estaba Eduardo. Ciertamente lucía el aspecto de un verdadero psicópata. Expresaba con su sonrisa cínica una maldad enfermiza. Cuando subí al estrado para declarar, me miraba atravesándome con todo el odio del mundo... De repente, alguien entró en la sala de forma inesperada. Al principio no le reconocí. Llevaba un turbante en la cabeza y lucía una espesa barba negra. Vestía ropa ancha con colores vivos al estilo hindú. Se quedó de pie junto a la entrada, completamente inmóvil. Era Juancar. Hubo unos instantes de silencio. El juez comentó algo al respecto con el procurador, pero no llegué a escucharlo con claridad. El tribunal miraba de lado a lado preguntándose quién era aquel tipo con pinta de visionario. El guarda de seguridad se acercó hasta él diciéndole que no podía permanecer allí. Juancar se sentó junto al banco de los testigos, a pesar de que no abrió la boca en toda la sesión para declarar.
Poco después mi abogado subió con solemnidad a la tarima,  pronunciando un discurso  brillante en la oratoria y elocuente en el contenido.
—Con la venia, Señoría —dijo mientras se ponía las gafas para leer su alegato desde el estrado—. Todo el mundo sabe la caza de brujas a la que se está sometiendo a cualquier varón por el mero hecho de serlo, con las nuevas leyes que inculpan a un imputado basándose en el más mínimo indicio, sin pruebas fehacientes que sostengan una acusación sólida. Esas  nuevas leyes aprobadas por el parlamento, más propias de una dictadura que de una democracia, dan carta blanca para condenar de manera poco rigurosa los supuestos hechos denunciados por cualquier mujer, que, basándose en su testimonio y en un supuesto estado anímico  de indefensión a menudo fingido o distorsionado, convierten a su pareja en un agresor en potencia, cuando lo cierto es que ha quedado demostrado que la mayoría de las denuncias interpuestas por una mujer contra un hombre, son falsas o cuando menos dudosas en el contenido, exagerando los hechos y tergiversando la verdadera causa que la llevó a tener un conflicto con su cónyuge. Como bien sabe su Señoría, se han llegado a dar casos de autolesiones simulando una agresión que la misma denunciante causó en su cuerpo; hecho que sin duda repercute en las verdaderas denuncias por maltrato, y que supone una afrenta contra las mujeres realmente amenazadas. Para agravar más la situación, dichas denuncias falsas no son castigadas en la mayoría de las ocasiones, aunque se demuestre de forma evidente su premeditación y su alevosía. En ese caldo de cultivo de total impunidad, muchos hombres van a tener que sufrir el castigo de mujeres despechadas que se amparan en la ley para saciar su sed de venganza. 
        Mi abogado dirigió un a mirada de censura a Diana, que permanecía rígida en el asiento. Después continuó leyendo:
     —Se ha creado un nuevo órgano judicial única y exclusivamente para defender los derechos de la mujer, cosa que nadie cuestiona en la intención, pero sí en el contenido y en la forma. Todos sabemos que un mismo acto para un hombre implica un delito, mientras que para una mujer solamente se tipifica como falta, hecho que manifiesta una flagrante contradicción en lo que respecta a equiparar igualdad de derechos entre féminas y varones. Todos sabemos que con la simple declaración de una mujer en comisaría, cualquier hombre puede ser apresado inmediatamente en su domicilio y permanecer detenido durante tres días hasta que se pruebe su inocencia. Ese simple hecho, que últimamente se repite cada vez con mayor asiduidad, supone una humillación psicológica para todo ciudadano libre, que tiene que soportar el castigo de verse esposado en el portal de su propia casa, con los vecinos como testigos de semejante vilipendio. Las estadísticas no mienten, Señoría. Todos sabemos cuántas veces se ha utilizado en los juzgados ese pérfido recurso para castigar, con el móvil del rencor y la venganza como única y verdadera razón de la denuncia. Todos sabemos cuántas calumnias han tenido que soportar infinidad de maridos por parte de sus esposas para quedarse con la custodia de los hijos y una renta anual nada despreciable, que luego utilizan en beneficio o incluso para el esparcimiento con su nueva relación sentimental. Todos sabemos cuántos hombres inocentes han visto hipotecada su vida perdiendo sus bienes y quedándose literalmente en la calle como vagabundos, por el simple testimonio sibilino y tendencioso de su ex mujer. Cuando un estado de derecho se basa solamente en indicios para condenar a alguien sin respetar la presunción de inocencia, es que algo fundamental está fallando en nuestro ordenamiento jurídico, Señoría.
        Tras unos instantes de murmullo en la sala, mi abogado concluyó su relato con rotundidad.
         —La democracia española se está resquebrajando por uno de sus pilares fundamentales: el derecho irrenunciable a la presunción de inocencia. La alarma social de los últimos tiempos ha dado pie a una aberración jurídica inadmisible que pone al género masculino a los pies de los caballos. De un tiempo a esta parte, como consecuencia directa de la presión mediática, se están juzgando algunas causas con absoluta falta de ecuanimidad. Sí, señores del jurado. Se está privando a los jueces de la posibilidad de sopesar los hechos con la distancia suficiente para poder dictar una sentencia de manera imparcial sin que les condicione la opinión pública. 
       Por unos momentos se hizo el silencio. Mi abogado revisó alguno de los papeles de la causa, y dirigió su mirada de forma directa hacia el juez hablando en tono elevado. 
       —Señoría: que se pueda condenar a un hombre por el mero hecho de la declaración verbal de cualquier mujer con el único requisito de no caer en la contradicción es algo que no se sostiene en un estado de derecho. Cualquier mujer resentida puede arruinar la vida de un hombre, a pesar de no contar con una prueba incuestionable que demuestre de forma palmaria lo que argumenta. Tan sólo es indispensable un mínimo de coherencia en sus palabras para destruir la presunción de inocencia. Esto supone que, dependiendo de la habilidad de la acusadora para diseñar una trama inculpatoria, un hombre inocente puede ser condenado sin miramientos, aunque no haya pruebas tangibles que demuestren su culpabilidad. Por desgracia, señores miembros del jurado, esta es la inadmisible precariedad jurídica con la cual nos encontramos en la actualidad en España. Cualquier hombre bajo esta infame ley arbitraria se halla en la cuerda floja, quedando su presunción de inocencia pendiente de un hilo. Con este aberrante precepto, más propio de un tribunal de la Inquisición, termina definitivamente la justicia en nuestro país.
 El resto del juicio, tras la intervención de mi abogado, no duró demasiado tiempo. Más que un juicio en sí mismo, parecía una representación teatral; un esperpento surrealista donde desfilaron los atributos más despreciables que definen al ser humano. Cada mentira, cada detalle inventado por Diana en su testimonio ante el jurado, eran puñaladas que me desgarraban por dentro. Mi abogado no pudo hacer nada ante dos pruebas aportadas por la acusación, las cuales me incriminaban de manera fulminante: un cuchillo con mis huellas digitales y un certificado médico en el que constaba que fueron hallados restos de mi semen en su vagina. Me quedé estupefacto. Para mí resultaba evidente que todo estaba manipulado, aunque ignoraba cómo habían podido hacerlo. Diana conservó intacto el cuchillo con el que corté el queso mientras preparábamos la cena; pero era imposible que el médico hallara restos de mi semen, pues recordaba con nitidez que había usado un preservativo aquella noche. De hecho, fue ella misma la que me lo quitó cuando terminamos de hacer el amor.
 Tuve que escuchar completamente anonadado los testimonios de Diana en su diario; la descripción detallada de mi supuesta violación. Dijo que me recibió en la puerta con la única intención de recoger los álbumes de fotos, pero que yo le pedí entrar en su casa con la excusa de que estaba sediento. Una vez en la cocina, la sujeté por el cuello, cogí con rapidez un cuchillo y la obligué a tumbarse boca arriba en la mesa, donde la violé amenazándola con que, si gritaba para alertar a los vecinos, la mataría... Juancar permanecía estático en su asiento, con expresión de no dar crédito a lo que escuchaba. El juez y la fiscal me miraban fijamente, mientras Diana relataba los hechos fingiendo un miedo atroz. Me sentía desnudo, desarbolado. Sabía que mi vida y mi futuro se estaban resquebrajando a cada renglón leído por mi ex novia... A su lado, el cretino de Eduardo reafirmaba aquellas palabras inventadas haciendo gestos de afectación. En esos escritos ficticios, se vertía sobre mí toda la perfidia del mundo.
  Tras la infame declaración de Diana, concluyó por fin el interrogatorio. Después el jurado se reunió en una sala contigua para deliberar sobre el veredicto. Mientras tanto, el abogado procuraba calmar mi inquietud con palabras de consuelo.
      —Estate tranquilo — dijo poniendo la mano sobre mi rodilla—. En el peor de los casos, recurriremos la sentencia.
      Pero en la expresión de su mirada intuí que no había esperanza alguna; que el veredicto sería inapelable...
      Aprovechando la pausa, pedí permiso para ir al servicio. Ante mi sorpresa, me llevaron esposado como un vulgar delincuente. Cuántas veces había visto por televisión a los presos con la mirada perdida o tapándose la cara, y yo en esos momentos era uno de ellos... Antes de entrar, el guarda de seguridad comprobó que estuviesen bien apretadas las esposas. Después se quedó junto a la puerta esperando que saliese. Me bajé la cremallera y quise hacer pis, pero me di cuenta de que estaba bloqueado. La tensión acumulada durante el juicio retenía la orina en mi vejiga. Permanecí de pie como un autómata mirando las baldosas del aseo. Afuera podía escucharse el manojo de llaves del guarda mientras caminaba de lado a lado. De pronto noté que se paraba junto a la puerta.
        —¿Te queda mucho? —preguntó.
        —Ahora... Ahora salgo.
     Intentaba expulsar el líquido de mi cuerpo, pero seguí retenido. Mirando hacia el suelo con los grilletes apretando mis muñecas, tuve la sensación de hallarme preso en la cárcel. La estrechez claustrofóbica de aquel pequeño reducto comenzó a ahogarme.Noté que me faltaba el aire...
       —Venga —dijo en tono áspero—. Tienes que volver de nuevo a la sala. En breve va a regresar el jurado.
        —Espera un momento, por favor —le rogué—. No me encuentro bien...
        —Te doy cinco minutos —contestó—. Ni uno más.
      De repente sentí una convulsión en el estómago. Me puse de rodillas frente a la taza del wáter y comencé a vomitar. Eché todo lo que tenía dentro, hasta la bilis. Apoyé mi cabeza sobre la tapa del inodoro, completamente hundido... Afuera me esperaba la justicia a punto de dictar sentencia; pero yo no me sentía con fuerzas ni valor para afrontar mi destino... Con tal de no volver a la sala del juicio, me habría introducido por el wáter yendo a parar a las cloacas más inmundas... Arrodillado en el suelo con los ojos cerrados, me invadieron de golpe varias imágenes de recuerdos con Diana: El día en que nos conocimos...... La vez que nos citamos solos aquella primavera de mayo...... Fuimos a pasear por el Parque del Capricho...... Nos tumbamos sobre la hierba junto al estanque de los cisnes para contemplar el atardecer...... Me dijo que esa noche había soñado conmigo...... Le pregunté por el sueño...... Bajó la cabeza ruborizada sin poder hablar. «No sé qué habrás soñado», le dije susurrando, «pero  me hubiera gustado quedarme allí dentro para siempre...» «¿Dónde?», preguntó sonriendo con gesto de curiosidad. Entonces saqué una hoja de mi libreta, y le escribí estos versos: «En el brillo de tu sonrisa, donde moran las hadas. En el lago de tus ojos, donde nadan sirenas con piel de terciopelo. Acurrucado entre las hebras de tus suaves cabellos. Atrapado en el abismo de tus sueños más tibios y secretos...» «Es precioso», dijo emocionada...... Luego apoyó su cabeza sobre mi hombro y permanecimos callados hasta que el sol desapareció por el horizonte......
        —¡Vamos! —gritó de repente el guarda dando golpes—. ¡Abre ya si no quieres que eche la puerta abajo!
         Aturdido, me levanté del suelo como pude y salí de allí con el rostro desencajado.
        —Estás lívido —dijo mirándome con gesto de sorpresa—. Anda, lávate la cara y vamos adentro.
     Transcurrido el tiempo para la deliberación de la sentencia, los magistrados volvieron a la sala del juicio. Una expectación morbosa exhalaba por todas partes. Entonces el juez ordenó silencio golpeando con el martillo y después dijo que me levantara. Lo hice lentamente, con torpeza. Noté que me temblaban las piernas. Alcé la vista: sobre la mesa del tribunal estaba escrito mi destino, dispuesto para ser leído en alto. En esos instantes sentí un mareo vertiginoso... Me parecía tener la cabeza hueca, inerte sobre la sala... Un pitido insufrible comenzó a zumbar dentro de mis oídos... El juez cogió la hoja. Tras decir mi nombre, leyó con voz solemne el veredicto: fui condenado a 17 años por la violación de Diana Manrique Ruiz. Un rumor de asombro invadió la sala. Miré a mi abogado, que sacó un pañuelo para secarse el sudor de la frente. Con gesto de perplejidad, se acercó afligido hasta mí. Entonces pronunció unas palabras que no puedo recordar. Todo empezó a darme vueltas y caí desplomado al suelo.







11

Ahora escribo este relato desde la cárcel. Llevo un lustro metido aquí dentro y todavía me quedan doce años de condena. Puede que gracias a mi buen comportamiento se reduzca el tiempo de estancia en prisión; pero cuando la sociedad te ha convertido en un juguete roto, ya nada volverá a ser igual durante el resto de tus días. Algo se ha partido en dos dentro de mi alma y eso la justicia jamás podrá repararlo. No hay ley que pueda resarcir el sufrimiento y la falta de libertad de un ser humano condenado por un castigo arbitrario.
Aunque hubiese jurado arrancarme los dedos de la mano si me ocurriera algo así, he decidido no hacerlo para contaros esta historia; una historia que podía haberos sucedido a cualquiera de vosotros, pues la línea que separa el filo de la desgracia es muy estrecha y el día menos pensado el destino nos empuja sin piedad a atravesarla. Sí, no me cabe la menor duda. Todos llevamos encima de nosotros una espada de Damocles que pende de un hilo invisible... Nada en el mundo es seguro ni inmutable. El detalle más inesperado, por ínfimo que nos parezca, puede ser capaz de cambiar el curso de nuestras vidas de forma devastadora. Aquí entre rejas al menos no sucede eso. Todo transcurre con una monotonía mecánica e inalterable. El tiempo se dilata y adquiere otra dimensión. Puedes permanecer observando una araña en la esquina durante horas sin inmutarte... Los días son calcos de sí mismos: líneas de rayas marcadas en la pared que llegan hasta el infinito. Pensar en la fecha que volverás a atravesar estos muros para salir a la calle, es como mirar al cielo y calcular lo que tardaríamos en llegar a una estrella lejana que posiblemente ya ni exista... Si algo he aprendido aquí dentro, es que no merece la pena luchar contra el destino. Antes o después toparemos con él a pesar de que elijamos otros caminos para intentar evitarlo. Siempre nos esperará impasible al final del horizonte, seguro de su triunfo sobre nuestra existencia. Lo más sensato es tomárselo con filosofía y dejar caer una a una las hojas del calendario, como un otoño eterno que algún día dará paso a la primavera; aunque llegado ese momento quizás sea demasiado tarde para empezar una nueva vida. Mis huesos ya estarán desgastados y nadie, absolutamente nadie, me esperará allí afuera.
A veces pienso que vale más la seguridad de mi condena, que la incertidumbre de la libertad futura. Al fin y al cabo, aquí puedo recrear mi propio mundo sin que nadie me moleste, viendo las cosas desde una perspectiva diferente. Lo bueno de la prisión es que tienes todo el tiempo para pensar y al final tus propios pensamientos transcienden por encima de lo que sucede más allá de los barrotes. Cuando dejas de formar parte del engranaje social, comprendes muchas cosas que de otra forma sería imposible llegar a entender y empiezas a observar a la Humanidad como algo ajeno a tu propia realidad; como un episodio que resulta inútil e insignificante para el devenir del universo. Empiezas a ser consciente de que antes o después la Tierra acabará engullida por el Sol sin dejar ni rastro de ella y que todo el egocentrismo humano quedará reducido a la nada más absoluta. Cientos de millones de galaxias seguirán después su curso bajo la frialdad del espacio, indiferentes ante la desaparición de ese pequeño ser vivo denominado por si mismo como homo sapiens.







12

Os preguntaréis qué se puede sentir por alguien que ha sido capaz de arruinarte la vida. Aunque os parezca sorprendente, no le tengo rencor a Diana. La persona que maquinó toda aquella felonía no es la misma que yo conocí. Algo trastocó su cerebro dando un viraje radical a su mente; algo que ni siquiera estaba a su alcance poder controlar... Respecto al dolor por el daño que me hizo, no era tanto saber que alguien que te ha querido  pueda llegar a odiarte. Me dolía más pensar en los buenos momentos vividos años atrás, que en la crueldad de su resentimiento enfermizo. Me afligía más recordar que en el pasado había sido una persona de buen corazón; una persona a la que quise con toda mi alma.
A pesar de los años transcurridos, no puedo evitar que a menudo se me repita la pesadilla del Circo de las Máscaras. Sin duda aquel sueño escabroso era una metáfora surrealista de mi propia vida...
Debo confesar que en la penitenciaría han tenido un trato de favor conmigo. Desde el principio me dejaron compartir este reducto de tres metros cuadrados con mi gato Aris. No sé por qué, pero algo me dice que el inspector Herranz anda detrás de todo esto... Bien pensado, aquí no estoy tan mal como podría parecer. Tengo mi celda individual y montones de hojas en blanco para escribir durante lustros. He podido finalizar mi cuarta novela, y ya tengo en mente varios esbozos de la quinta.
De vez en cuando me llegan algunas noticias desde afuera. Alberto me dijo que Diana se casó con Eduardo. Tienen dos hijos y está embarazada de un tercero, pero vive totalmente sumida en la desgracia. Eduardo la maltrata sin piedad desde que se casaron.
Esther me dejó a los dos años de ingresar en la cárcel; no pudo soportar la presión y tampoco se lo reprocho. Es frustrante compartir la vida con alguien que vive entre rejas.
No supe nada de Juancar durante mucho tiempo, hasta que cierto día recibí una carta suya en el correo del presidio. Era una especie de confesión tardía; de remordimientos acumulados que dejaba brotar a cada frase. La letra saltaba nerviosa y deslavazada entre los renglones, con innumerables tachaduras que reflejaban su estado de ánimo, alterado por un fuerte sentimiento de culpabilidad. Decía que le contó a Diana lo de mi relación con Esther, aconsejándole que se alejara de mí para siempre; aunque lo único que consiguió fue alimentar su despecho. Me describió la forma en que Diana había preparado todo aquella tarde que fui a devolverle sus álbumes de fotos: cómo guardó el preservativo en el congelador a la espera de recrear una escena ficticia, y cómo luego escribió en el diario que yo la forcé a mantener relaciones sexuales bajo amenaza de muerte. Juancar me confesó que lo supo desde el principio, pero que no tuvo el valor de decírmelo... Una y otra vez me pedía perdón arrepentido y avergonzado. Decía que con su silencio se sentía responsable de mi encierro. Sabía que su declaración como testigo me habría exculpado del caso. Cada día que pasaba era una tortura para él, pensando que yo estaba preso en la cárcel siendo inocente. Al final me pidió que utilizase su carta como prueba para obtener la libertad. Por último, en la posdata, concluyó diciendo que dentro de poco se iba a ir lejos. Sonaba a una extraña despedida... Es probable que aquella carta fuera una prueba que me conmutase la condena; pero para anular la sentencia y volver a iniciar otro juicio, habría necesitado un buen abogado que no me podía pagar. Si algo tenía claro, es que la justicia estaba supeditada al dinero. Nunca he podido entender eso de la libertad bajo fianza: estafar cien millones y, una vez detenido, entregar el diez por ciento de lo robado a las autoridades para salir a la calle. De esa forma la propia justicia es cómplice del delito; y el dinero entregado, es la venda que la deja ciega y la corrompe.
A la semana siguiente de recibir la carta, encontraron a Juancar ahorcado en su habitación. Había anudado una sábana a la lámpara del techo para quitarse la vida. Sobre la mesa del escritorio, dejó esta breve nota: «Las gaviotas nunca se detienen. Detenerse para ellas en medio del vuelo es un deshonor. Pero yo me he cortado mis propias alas.»
No sentí pena en absoluto por él. En vida se comportó como un cobarde, y esa misma cobardía escribió su destino. Todos me aconsejaban que entregase la carta al director de la prisión, pero ya no tenía fuerzas para continuar prolongando un proceso jurídico. En el mejor de los casos, aun siendo declarado inocente, no tenía agallas para volver a salir a la calle y luchar en esa jungla social. Sin duda fuera de la cárcel está el verdadero presidio donde la gente se pelea a dentelladas. Al menos aquí dentro hay unos principios sagrados que nadie se atreve a transgredir. En la sociedad no existe eso. Ahí afuera todo es hipocresía y vileza. Pero no se puede encerrar a toda la sociedad; es más práctico aislar algunas piezas defectuosas producto de su misma fábrica. Es más cómodo sacrificar unas cuantas cabezas de turco, a menudo mucho más inocentes que todo el corrompido aparato judicial que las condena... Y yo me pregunto: ¿se podrá juzgar algún día la conciencia de la Humanidad? Podemos dictar sentencia contra un solo hombre por sus actos; pero no existe ninguna ley escrita para condenar a toda una especie, aunque sea capaz de exterminar la vida en su propio planeta. Y entretanto, el ser humano continúa representando su anodino papel, cada cual oculto tras su máscara en el circo de las apariencias.
Mientras escribo esto, Aris, ya algo más viejo, permanece acurrucado en mi regazo ajeno a cualquier juicio humano, mirándome con los ojos entornados a la vez que ronronea. Sí, Aris, mi gato, mi compañero inseparable, mi fiel amigo; el único ser vivo que nunca me ha fallado. Al menos sé que él jamás pondrá en duda mi presunción de inocencia.




FIN


Oscar Nóbregas, Madrid 








Dedicado a Rubin Carter “Hurricane”, que estuvo preso en la cárcel durante 22 años por un asesinato que nunca cometió.









Oscar Nóbregas / Feria del Libro, Madrid.


















LA LEYENDA DE LA CALZADA ROMANA


I


.......Os aconsejo que en las noches claras de luna llena, no os aventuréis jamás a caminar por la Calzada Romana, que sube desde las Dehesas hasta el puerto de la Fuenfría. Dicen que el fantasma de un alma en pena deambula entre las losas con sed de venganza…


.......En tiempos del Imperio Romano, durante la construcción de la calzada que cruza la sierra de Guadarrama, miles de esclavos celtíberos trabajaban extenuados para engrandecer con su sudor el poderío del César. Largas jornadas de trabajos forzados agotaban a los cautivos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas.
.......Un valiente guerrero celtíbero llamado Bagarok cayó en manos de las tropas romanas durante el asedio a los bosques, donde una minoría resistía heroicamente al invasor. Bagarok era temido entre los romanos. Éstos le odiaban por las muchas bajas que había causado a sus legiones, dirigiendo toda suerte de emboscadas y escaramuzas.
.......Tras capturar al guerrero rebelde, una sola palabra quedó grabada a fuego en la espada de Bruto, el decurión romano. Esa palabra no era otra que escarmiento.



II

.......Con las heridas aún sin cicatrizar, Bagarok pasó a formar parte de la cadena que arrastraba penosamente los bloques de piedra hasta las laderas de la montaña, para construir la gran Calzada Romana que atravesaba el centro de la Península Ibérica. Los esclavos celtíberos eran obligados a trabajar sin descanso, apenas alimentados durante toda la jornada por un puñado de frutos secos, miel y leche agria. Sin duda, aquella era una exigua ración de comida para un hombre que todavía se hallaba convaleciente.
.......Bagarok había vendido cara su derrota. Hasta el último instante se defendió espada en mano, luchando contra un sinfín de soldados que lo acorralaron entre los peñascos de la cima más alta. A pesar de su destreza, le fue imposible hacer frente a tal número de hombres, que al caer la tarde lo apresaron sin posibilidad alguna de resistencia. Cuando Bagarok descendía encadenado por la ladera de la montaña en dirección al campamento romano, todo su cuerpo brillaba cubierto de sangre.
.......Una calurosa mañana en plenos trabajos forzados, las piernas de Bagarok comenzaron a flaquear hasta hacerle caer de bruces en el suelo. A fuerza de latigazos pudo levantarse; pero al momento volvió a dar con sus huesos en la tierra… Una vez más se levantaba, y de nuevo se caía… El látigo laceraba sin piedad la espalda magullada del celtíbero una y otra vez; una vez más… y otra… y otra… y otra…
.......Bagarok cayó desplomado sin conocimiento.



III


.......Esa misma noche en plena luna llena, Bruto, el decurión sanguinario, ordenó una muerte perversa para el valiente guerrero: entre cuatro soldados cogieron a Bagarok y le ataron los pies con una soga amarrada a un bloque de piedra colocado en el puente de la Calzada Romana… Poco a poco, entre risotadas y burlas crueles, fueron añadiendo bloque tras bloque alrededor de su cuerpo iluminado por las antorchas. De esa cruel manera, Bagarok quedó inmovilizado hasta el pecho.
.......Bajo la luz de la luna, completamente ebrios, los legionarios regaban la cara del prisionero con vino que vertían de sus odres. Bagarok se agarraba a las piernas de los soldados, en un intento desesperado por defenderse de aquella humillación; pero todo esfuerzo fue en vano… Tan sólo era capaz de clavar las uñas en los tobillos de sus torturadores, que le pisaban las manos y le daban patadas en los costados.
.......Aquella terrible noche, la luna brillaba en lo más alto del firmamento, recortando las sombras escarpadas de los picos en el horizonte. A medida que ingerían más vino, su crueldad aumentaba de manera despiadada: le escupían, le lanzaban piedras y le fustigaban con ramas de acebo… Sus enemigos danzaban alrededor de su prisión alzando las antorchas, jactándose de haber capturado al más valiente y montaraz de los guerreros celtíberos.
.......Cuando la luna se ocultó por fin tras las montañas, un soldado desenvainó su daga, marcando en su frente las iniciales del Imperio Romano: S.P.Q.R.
.......Parecía imposible que pudiera haber mayor tormento para Bagarok; pero lo hubo… Al final de la noche, entre risas histriónicas y gritos de terror, los sicarios de Bruto cubrieron por completo el cuerpo del guerrero con bloques de piedra. Tras despuntar el alba expiró por fin, en la prisión más horrible que jamás haya podido padecer un ser inocente, cuyo único delito era luchar por la libertad de su pueblo… Bagarok había sido inmolado en nombre del Imperio Romano.
.......Con las primeras lluvias del otoño, un árbol comenzó a brotar sobre el puente de la Calzada, justo entre las grietas donde fue sepultado el cuerpo del celtíbero.


IV





.......Pasaron muchos siglos sin que se volviese a saber nada de dicha historia, hasta que en la Edad Media comenzaron a extenderse los rumores de que los caminantes que intentaban cruzar la montaña por la Calzada en las noches claras de luna llena, desaparecían sin dejar rastro alguno… A menudo se hallaron cuerpos sin vida, todos ellos con la misma peculiaridad: alrededor de los tobillos tenían magulladuras de uñas clavadas con saña por una criatura de la noche, que al acecho desde las grietas de la Calzada se agarraba a su víctima hasta derribarla, para luego estrangularla sin piedad.
.......Hay quien pernoctando en los alrededores del puente romano, ha escuchado susurros fantasmagóricos que salían entre las ramas de aquel enorme pino incrustado sobre las losas… Los ancianos del lugar aseguran que ese árbol tiene agarradas sus raíces en los brazos de un antiguo guerrero celtíbero.
.......Dice la leyenda que durante las tormentas nocturnas se forman riadas de sangre sobre las losas de la Calzada… Pero de lo que no cabe la menor duda, es de que todo aquel incauto que cruza el puente de la Calzada en noches de luna llena, desaparece sepultado bajo la tierra… Por eso, jamás se te ocurra merodear en luna creciente por el bosque de las Dehesas, si no quieres verte inmerso en un viaje sin retorno a las profundidades de la Calzada Romana……



FIN


Oscar Nóbregas, Madrid 












Oscar Nóbregas



















 


LA HABITACIÓN DEL ESPEJO


1

        Llevaba años sin entrar allí.
        El mero hecho de pensar que alguna vez tendría que atravesar el umbral de esa puerta le producía escalofríos... La última ocasión que tuvo el valor de hacerlo fue con la máscara ocultando su verdadero rostro; pero Rael sabía que antes o después debería enfrentarse al espejo.
        Siempre mantuvo la habitación sellada con un par de cerrojos, y cada noche revisaba las llaves en el cajón de la mesilla para asegurarse de que no faltaba ninguna.
        Los niños muchas veces habían querido entrar en aquella estancia, aunque él se negaba en rotundo a dejarlos ni tan siquiera vislumbrar lo que se ocultaba en ella... Rael sospechaba que el paso del tiempo habría vuelto aquel lugar cada vez más tenebroso. Imaginaba el espejo rodeado de candelabros, con mugrientas telarañas que se cruzaban de lado a lado. Sobre la cómoda, una vieja Biblia polvorienta con las tapas raídas era testigo mudo de las noches silenciosas. Durante lustros permaneció abierta en el Antiguo Testamento, por el capítulo donde Abraham ofrece su propio hijo a Yahvé como sacrificio.
        En realidad era lo único que existía allí dentro, pues la habitación quedó desalojada muchos años antes tras la muerte del abuelo paterno, día en el que el difunto estuvo de cuerpo presente durante toda aquella lúgubre velada. Ahora la alcoba se mostraba fría y húmeda bajo la oscuridad...




 

2

        Como cada mañana, Rael cogió el sombrero de la percha y se puso el rostro. Nada más salir a la calle comenzaba una peculiar danza de saludos y buenas maneras. Su reputación en el barrio era intachable. Los domingos acudía a la parroquia para asistir a misa como el más cumplidor de los beatos. Durante el oficio religioso, a menudo se ofrecía voluntario para leer algún fragmento de las epístolas, destacando sobre los demás en la oratoria por su brillante elocuencia. El vecindario le consideraba una persona afable y simpática a raudales. Se decía de él que era el marido y el padre perfecto, digno de la mejor familia. Siempre que salía de paseo por el bulevar de la avenida, Rael alzaba el sombrero saludando con gentileza y donaire. No existía dama que a su paso tuviera que enfrentarse con una puerta cerrada; allí siempre oportuno estaba él, haciendo alarde de caballerosidad y palabras perfumadas.
        Pero la realidad era bien distinta. Cuando Rael volvía a casa, colgaba el rostro junto al sombrero y todos se echaban a temblar... Con la misma mano que abría la puerta a las damas, noche tras noche maltrataba a su esposa. También atemorizaba a sus hijos amenazándoles con dejarlos en la calle pidiendo limosna y durmiendo bajo un puente del río que cruzaba los arrabales. A veces Rael observaba de cerca a Anna, y si descubría una arruga nueva sobre su piel se lo recriminaba con todo el desprecio del mundo. No podía soportar el hecho de ver en su cuerpo los pliegues propios de la vejez... Tiempo atrás, Anna fue famosa en el lugar por su belleza. Desde la juventud, a su paso los hombres se giraban exclamando alguna galantería. Pero el transcurso de los años había ajado sus facciones. De aquella mujer lozana, sólo quedaban las fotos y el recuerdo. Muchas tardes plomizas Anna se ahogaba en su soledad, contemplando esas imágenes en las cuales se mostraba radiante. Acariciaba el papel y cerraba los ojos volando hacia el pasado, cuando su belleza provocaba la admiración de cualquier hombre... Ahora tan sólo era un estorbo para su marido. Rael se mostraba incapaz de mirar en el interior de su esposa y valorar las virtudes espirituales que ella irradiaba; virtudes que no se podían tocar, pero inigualables en otro tipo de belleza.
        Lo cierto es que Rael no soportaba la decadencia de su físico, pues en ella veía reflejada la amargura de un ser superfluo que jamás quiso alimentar su espíritu... Con el paso de los años, Rael comprendió que aquella vida de fachada se desmoronaba por momentos. Aun así, para él seguían siendo más importantes las relaciones con extraños, que las de sus propios familiares; por ello cultivaba su hipocresía con denuedo y perseverancia. Todas las mañanas, tras el desayuno, Rael ensayaba los gestos más corteses y las palabras más precisas para ganarse al público: «¡Buenos días, don Cosme! ¡Que tenga una jornada agradable!» «¡Saludos a su marido, doña Matilde! ¡Pase usted una buena tarde!» 
La sonrisa de Rael era mecánica, se diría que como accionada por un resorte. Tan sólo quien se fijase bien podía descubrir que estaba completamente hueca... Aquella sonrisa histriónica resultaba incapaz de encender el brillo en sus ojos, puesto que no salía del alma. Era un mero recurso; un reclamo para ganarse la simpatía de las gentes, y, ciertamente, lo conseguía. Don Rael saludaba efusivo a los vecinos, que jamás pudieron sospechar lo que sucedía en su casa de puertas para adentro. La auténtica realidad es que era un mentiroso compulsivo. Engañaba, intrigaba e incluso calumniaba, manipulando a su alrededor todo lo que fuera necesario con tal de acrecentar su reputación. Ése era su único tesoro: vivir inmerso en la mentira de su propia imagen para ocultar así su verdadera naturaleza, que era del todo mezquina y abyecta.




 
3

        Nada más entrar en el recibidor, Rael colgaba el sombrero junto al rostro. Entonces es cuando mostraba su verdadera cara, oculta hacia el resto del mundo, pero terrible para todos los que debían padecer aquel despotismo. A su mujer le gritaba con desprecio por la más mínima circunstancia. Si el guiso no estaba sazonado a su gusto, volcaba la olla esparciendo la comida por el suelo. Después le ordenaba recogerlo con el cazo, para servirlo en su plato y en el de los niños. Rael disfrutaba observando cómo a duras penas engullían cabizbajos, bocado tras bocado. Aquello era una muestra de sumisión placentera, que le regocijaba en lo más profundo de su maldad... Las duchas de agua fría, los pellizcos retorcidos o la correa del cinturón eran algunos de los métodos que utilizaba para llevar a sus vástagos por el buen camino. «¡No papá, eso no!», suplicaban los niños, sobrecogidos cuando su padre les imponía algún tipo de escarmiento. «¡Así aprenderéis!», rugía iracundo con las venas del cuello hinchadas y el rostro congestionado. A menudo les encerraba durante horas en el desván, obligándoles a leer pasajes de la Biblia en donde Dios castigaba sin piedad a los hombres por haberles desobedecido. Solía decir a sus hijos que el castigo severo ante el pecado era la única forma de enderezar a cualquier hombre para guiarlo hacia la salvación... Rael siempre les ponía de ejemplo el pasaje de Abraham como muestra de lealtad y rectitud, al igual que su padre se lo puso a él y su abuelo a su padre. Aquella costumbre se había transferido en la familia generación tras generación. Según el Antiguo Testamento, la omnipotencia divina prevalecía ante cualquier causa de sufrimiento humano, por cruel e injusto que pareciese a los ojos del hombre.
        Cierta noche que Rael llegó a casa, los hijos, temerosos ante cualquier castigo arbitrario que pudiera imponerles, no salieron a recibirle. Sus zapatillas faltaban junto al sillón y la cena aún no estaba puesta sobre la mesa. Furioso, dio una patada en la puerta del dormitorio de los niños haciendo un agujero sobre la madera que permaneció allí durante toda su infancia. De esa forma, quiso recordarles siempre lo que pasó aquel día... Entre muchas otras mezquindades, Rael escondía el chocolate a sus hijos bajo llave, dándoles una mísera onza a cada uno por el día de su cumpleaños. Para entonces, el chocolate ya estaba rancio; pero ellos lo tragaban con desgana, evitando así la cólera de su padre, el cual los humillaba de forma constante para debilitarlos en su ánimo... Uno de sus juegos favoritos era hacerles rabiar con enredos sibilinos. Enfrentaba a sus hijos mediante calumnias entrecruzadas y se regodeaba viendo el efecto que los comentarios provocaban entre ellos. Pero el acto más repugnante del que fue capaz, sucedió cuando su tercer hijo murió ahogado en el río. Rael decidió enterrarlo en una tumba sin nombre por ahorrarse el dinero. Ni tan siquiera constaba una inscripción con letras de plomo sobre su pequeña lápida... Aun así, solía decirles a todos que no merecían un padre como él; un padre que se había ganado la mejor reputación posible en el barrio.
        Sin embargo, Anna conocía bien las inclinaciones disolutas de su marido. Muchas veces después de cenar, Rael salía sigilosamente de casa, con el sombrero calado y las solapas de la gabardina levantadas... Amparado en el manto de la noche, frecuentaba prostíbulos de los arrabales y alternaba por los lugares más sórdidos, donde solía apostar grandes sumas de dinero en partidas clandestinas de cartas. Cuando perdía en alguna apuesta temeraria, regresaba a casa borracho y maldiciendo a su familia.
        Rael jamás tuvo una muestra de afecto con sus hijos. Ninguno de ellos sabía lo que era recibir cariño paterno. De no ser por el amor de su madre, habrían crecido sumidos en la desolación. Él pensaba que toda su simpatía debía estar reservada a la gente de la calle, al vecino de enfrente, al sacerdote de la parroquia, al frutero del mercado, al dueño de la barbería, al quiosquero de los periódicos, al jardinero del parque, al concejal del ayuntamiento, al camarero de la taberna o incluso a los forasteros. Y Rael conseguía siempre sus propósitos. Nadie fue capaz de adivinar el submundo que se vivía entre las paredes de aquella casa...

 

 

4

        Año tras año, la belleza de Anna iba marchitándose bajo el desprecio de Rael. A la par que sus fotos, su felicidad se fue amarilleando de manera paulatina. Invadida por la tristeza, recordaba todas las humillaciones que padeció durante los embarazos. Rael no podía aceptar el hecho de que su piel, antaño tersa y suave como el terciopelo, se fuera cubriendo de estrías a medida que paría a sus hijos. Muchas tardes lluviosas Anna lloraba cuando le venían a la mente todas esas infidelidades, mientras los pequeños iban creciendo en su vientre. Rael le echaba en cara que ya no era tan atractiva y que se había descuidado con la crianza de los retoños. «¡Mira tus pechos!», le gritaba. «¡Están flácidos de tanto amamantar!»
        Cada noche, como de costumbre, Rael abandonaba el lecho conyugal para satisfacer con el cuerpo de otras mujeres su lascivia desenfrenada. Un embarazo tras otro, Anna tuvo que padecer aquella cruel vejación, mientras los hijos iban creciendo entre muestras de desprecio. Para él seguía siendo más importante un saludo efusivo a cualquier vecino, que una simple caricia hacia alguno de ellos... Rael tan sólo se alimentaba de lo superficial, ignorando que la verdadera felicidad tiene sus raíces en los sentimientos más profundos.




 
 
5

       Como todo campo que no es labrado, resulta imposible cosechar fruto alguno de la nada, y menos de un ser querido. Con el paso del tiempo, uno tras otro los hijos fueron abandonando la casa, hasta que sólo quedó el más pequeño de ellos. Oliver tuvo que cargar con toda la frustración de un padre que no sabía asumir con naturalidad su vejez ni la de su mujer. Necesitaba alguien sobre quien vomitar sus remordimientos y utilizó a Oliver como cabeza de turco. Muchas veces le humillaba haciéndole sentir culpable de haber nacido... Oliver a menudo padeció castigos desmedidos por parte de su padre. Rael llegó a encerrarle durante días enteros solo en el desván, con la Biblia como única compañía para que expiara mediante ella sus pecados... En numerosas ocasiones, el puente sobre el río en los arrabales pasó a ser su segundo hogar. Ni en lo más crudo del invierno, Rael tenía piedad de su último hijo. Copiosas nevadas acompañaron a Oliver bajo el puente, donde sólo se guarecía con una vieja manta roída. Anna solía darle un mendrugo de pan y un pedazo de queso a escondidas, para que al menos tuviera algo que echarse a la boca mientras durara el castigo.
        El embarazo de Oliver fue angustioso para Anna. Durante los nueve meses de gestación, Rael se mostró más cruel que nunca. Antes de nacer, Oliver ya sufrió la brutalidad de un padre despiadado... Rael volvía siempre borracho a casa en plena madrugada, incluso a veces despuntando el alba. Al llegar, insultaba a Anna y la despreciaba, jactándose de que había yacido durante toda la noche con mujeres más jóvenes que ella.
        En el transcurso de su infancia, Oliver vivió el infierno y la angustia del maltrato psicológico, unido al estupor de ver a un padre que se transformaba al salir de casa cada mañana, colocándose el rostro bajo el sombrero.




 
 
6

        Llegó un momento en el que la hipocresía de Rael rebasó los límites. Consciente de su culpabilidad y comido por el remordimiento, en vez de enmendar las malas acciones pidiendo perdón a sus hijos empezó a justificarse con los vecinos de la poca atención que éstos tenían hacia su persona. Al salir de casa, siempre que podía se lamentaba diciendo que todos le habían abandonado... Solía quejarse de que solamente los veía una vez al año en Nochebuena. Rael apretaba el sombrero contra su pecho y terminaba llorando sobre el hombro de algún vecino incauto. El verdugo asumía el papel de mártir, vertiendo la carga de sus pecados en las espaldas de los demás... Día tras día fue manipulando la verdad de manera sutil y maquiavélica, hasta poner en contra de sus hijos a todo el vecindario. Para lagente del barrio era imposible que Rael pudiese mentir y nadie se planteó en ningún momento dudar de su palabra. Todos, incluido el jardinero, el párroco, el barbero, el concejal, el frutero, don Cosme y doña Matilde, lamentaban que unos hijos tan ingratos hubieran desamparado a un padre bondadoso y ejemplar. La reputación de Rael brillaba lustrosa e impecable, a pesar de sus métodos fingidos. De esa forma sibilina continuó afilando las garras bajo su piel de cordero... Poco a poco sus difamaciones fueron calando en la opinión del vecindario y la gente comenzó a retirar el saludo a Anna. A su paso, cuchicheaban palabras de desprecio hacia ella y sus hijos: «¡Qué poca vergüenza! ¡No hay derecho lo que están haciendo con un hombre tan bueno!», murmuraba don Cosme mirándola de reojo. «¡Ay, Dios mío! ¡Qué injusta es la vida!», se lamentaba doña Matilde haciéndose cruces sobre la frente.
        Aquello era más de lo que un alma afligida podía soportar. Anna cayó sumida en una depresión que la hundió en los más profundos abismos de la melancolía. Pasaba las horas muertas en la cama, sumida en la tristeza y abandonada por completo. Ya ni siquiera sacaba las fotos de su juventud para contemplarlas. Aquellas imágenes del pasado fueron amohinándose en un cajón oscuro del armario... Una fría mañana de diciembre, Anna murió de pena. Nada más fallecer, varias lágrimas resbalaron por sus mejillas. Hasta el último hálito, la pobre mujer padeció el terrible sufrimiento que produce el desconsuelo... Con el alma partida, Oliver le dio un beso en la frente, colocó una rosa roja entre sus manos, recogió las fotos de su madre y abandonó para siempre aquel infierno. Antes de partir, dejó una nota en el forro del sombrero, que decía así:
        «El que es capaz de matar al amor, algún día pagará por ello.»


 

7
        Las luces de los árboles iluminaban varias calles de l centro de la ciudad. Los niños correteaban en el parque jugando con sus regalos, mientras lucían gorros encarnados con borlas blancas. Se podían escuchar alegres villancicos saliendo por las ventanas de todos los hogares. Las chimeneas humeantes delataban suculentos guisos que preparaban las madres, ayudadas siempre por los sabios consejos de la abuela... Todo era paz y sosiego. Parecía como si los duendes hubiesen esparcido un manto de bienestar sobre los tejados de las casas.
        Aquella Nochebuena Rael cenó solo. Los gritos de júbilo y las risas de los niños se colaban entre las rendijas del ventanal, haciendo su soledad insufrible. Se tapaba los oídos apretando los dientes, mientras maldecía la suerte que le había deparado el destino. Comido por la rabia, bajó las persianas procurando amortiguar los destellos de felicidad que provenían de afuera... Tampoco ningún vecino se acordó aquella noche de él. Todos estaban demasiado ocupados entre regalos y visitas familiares, como para acordarse del ciudadano más ejemplar que habitaba en el barrio.
        La cena permanecía servida junto con los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana, a la espera de ser utilizados por unos hijos que ya nunca regresarían a casa. Sentado en un extremo de la mesa observaba las sillas vacías, recordando uno por uno los rostros de esos hijos a los que había maltratado. Dos horas más tarde, la comida aún estaba sobre el mantel ribeteado en oro sin que Rael hubiera podido probar bocado.
        Era ya medianoche, cuando el carillón de pared comenzó a dar las campanadas. Entonces lloró desconsolado tapándose el rostro entre sus manos, mientras gritaba: «¡Por qué me habéis hecho esto, si siempre fui un buen padre!» De pronto, el cielo comenzó a encapotarse. Decenas de nubes negras se agolparon sobre un firmamento que durante toda la noche había permanecido estrellado. El sonido de los truenos se escuchaba retumbante en la lejanía. Infinidad de relámpagos alumbraban el horizonte, salpicando el cielo con fugaces destellos que cegaban la vista. Una tormenta amenazaba con descargar de forma inminente sobre la ciudad.




 8
        Rael permanecía sentado en la silla como un autómata, contemplando el guiso de cordero en la fuente de metal repujado. Miraba pensativo dejando la vista perdida, ajeno a la borrasca que se cernía sobre la urbe. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a resbalar por las ventanas, como preludio de la tempestad que se avecinaba.
        Sus ojos hundidos contemplaban incrédulos aquellos asientos vacíos... En pleno delirio, creyó ver los espectros de sus hijos flotando inertes sobre las sillas. Con los labios temblorosos, Rael les preguntó por qué le habían abandonado. Uno tras otro, fueron recordándole todas las crueldades que había cometido con ellos y con su madre. A medida que las palabras de los hijos desbordaban su conciencia, la lluvia, que en un principio caía tenue, empezó a arreciar con fuerza. Las gotas de agua se precipitaban en tromba, haciendo invisible la calle desde el interior. Apenas se podía vislumbrar la luz mortecina de las farolas en medio de la intemperie.
        Rael escuchaba todos los reproches, negando una y otra vez con la cabeza. De pronto, la imagen de un niño pequeño surgió frente él. Aquella criatura indefensa alzaba los brazos rogando consuelo desde el sepulcro. Tan sólo le pedía a su padre unas humildes letras de plomo sobre la lápida bajo la cual yacía... El resto de los hermanos reprendieron a Rael por tan mísera mezquindad. Le injuriaban ofendidos, mientras él se tapaba su rostro completamente humillado. Fuera de sí, empezó a jadear con la respiración cada vez más profunda y entrecortada... Ahogado en su propio aliento, farfulló presa de la histeria: 
«No, eso no es verdad, lo juro!» El niño salió gateando del sepulcro, hasta asirse con las manitas al pantalón de su padre... Le miraba desde el suelo con los ojos llorosos esperando una respuesta... Entonces varios truenos descomunales hicieron retumbar las paredes del salón... El cuerpo de Rael se agarrotó... Le era imposible articular los miembros... Las manos semirrígidas se aferraban con fuerza a la silla... Apretándose contra el respaldo, cierta sensación de vértigo le recorrió desde el pecho hasta el cuello... A partir de ese instante, una tremenda granizada comenzó a golpear el ventanal. Poco a poco las bolas de granizo fueron aumentaron de volumen alcanzando el tamaño de nueces heladas. Mientras aquellos perdigones de hielo hacían añicos varios cristales, los espectros proyectaban sobre la mente de Rael terribles escenas del pasado donde aparecía maltratando a su familia: gritos, insultos, amenazas, vejaciones... golpearon su conciencia con tanto ímpetu como lo hacía el granizo contra el ventanal.
        Descargas eléctricas caían sin cesar sobre los pararrayos, mientras Rael aguantaba el suplicio de contemplar las mezquindades que había cometido durante años. Llegó un momento en el cual no pudo soportar todo el peso de sus pecados... Haciendo un esfuerzo sublime, consiguió levantarse de la silla. Golpeando los puños contra la mesa, espetó iracundo: «¡¡Basta ya!! ¡¡Bastaaa!!» De repente, los cubiertos comenzaron a tintinear en una danza macabra... La vajilla vibraba tambaleándose ante sus ojos atónitos... Justo cuando los espectros desaparecieron, un tremendo haz de luz proveniente del exterior invadió el salón. Tras varios segundos en los que el silencio inundó la estancia, una brutal descarga se precipitó desde el cielo sobre el tejado. Rael perdió el equilibrio cayendo al suelo. Atemorizado, permaneció boca abajo protegiendo su cabeza entre los brazos...




 
9

        Cuando por fin amainó la tempestad, Rael se puso en pie con cautela. Aquel tremendo rayo había dejado sin luz toda la casa... Andando muy despacio. dirigió sus pasos vacilantes hacia el mirador. Asomándose al ventanal resquebrajado, comprobó que el resto del barrio también estaba a oscuras. Una extraña calma tensa podía percibirse en el ambiente... Rael caminó a tientas hasta la cocina, con la intención de buscar alguna vela que le permitiese iluminar el comedor. Tras encender una gruesa cerilla de las que utilizaba para el fogón, rebuscó entre los estantes durante un buen rato. Tijeras, coladores, abrelatas, morteros, sacacorchos... Toda clase de artilugios domésticos se le enredaban entre los dedos ante su desesperación. Después de una búsqueda infructuosa, recordó que en la habitación del espejo estaban aquellos viejos candelabros, que hasta la muerte de los abuelos siempre fueron utilizados en Nochebuena.
        Durante varios segundos se quedó dubitativo. Nadie había entrado en ese cuarto desde hacía lustros y atravesar el umbral de aquella puerta le daba pánico... Rael pensó que no sería prudente entrar allí desprovisto de su rostro. Salió a tientas de la cocina y fue palpando el pasillo en dirección al recibidor. Sin embargo, una fuerza invisible comenzó a arrastrarle hacia la alcoba. Era como si unos brazos musculosos accionaran sus movimientos, de los cuales ya no era dueño.
        Aquella fuerza incorpórea le dirigía empujándole en dirección opuesta a la entrada de la casa. Rael quiso oponer resistencia clavando las uñas en la pared y tensando las piernas contra el suelo; pero por más que intentaba aferrarse, todo su esfuerzo era en vano. Articulado como una marioneta, avanzó hasta su dormitorio y cogió las llaves que había en el cajón de la mesilla. Permaneció unos instantes sentado sobre la colcha, con la esperanza de que aquel extraño fenómeno cesara. Sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Con las manos temblorosas examinó el manojo de llaves, comprobando que el robín las cubría totalmente por la falta de uso. Rael respiró hondo varias veces lamentándose. Abrir los cerrojos que durante tantos años había sellado aquella lúgubre habitación se le antojaba como si fuera una especie de sacrilegio; pero sobre todo sentía pavor de entrar allí indefenso sin su máscara... De pronto, volvió a sentir la energía empujándole fuera de allí. Apretando los dientes, una vez más intentó rebelarse mientras se agarraba con todas sus fuerzas al somier de la cama... De nada le sirvió aquella endeble oposición. Una voz de ultratumba le llamaba desde el fondo de la alcoba arrastrando hacia adentro su voluntad
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10
        Maltrecho y a regañadientes, Rael se encaminó con cautela en dirección al cuarto maldito... Durante unos momentos aquella energía insondable pareció darle un respiro. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo se cruzó por su cabeza; pero en el fondo era consciente de que no iba a servir de nada... A pesar de no sentirse empujado, sabía que al menor movimiento en dirección opuesta, la fuerza invisible volvería a acometerle de nuevo. Apoyando las manos en la balaustrada de madera que llevaba hasta el segundo piso, subió los escalones que conducían a la habitación del espejo... Una vez más, los truenos comenzaron a escucharse con una potencia descomunal, haciendo retumbar todos los tabiques... La madera desgastada crujía bajo sus botas negras con un sonido lastimero... En lo más íntimo de su ser, tuvo el pálpito de que cada peldaño le estaba acercando a su destino... Entonces le vino a la mente la imagen de su esposa. Justo a la entrada de la puerta, Rael se arrodilló avergonzado pidiendo mil veces perdón mientras sollozaba. Pero aquellas lágrimas no brotaban de su corazón, sino que eran fruto de su cobardía.
        Agarrado al último destello de esperanza, pensó que entrando a oscuras su imagen no se reflejaría en el espejo. Por fin se incorporó a duras penas, y encendiendo una de las cerillas que había guardado en el chaquetón iluminó la puerta. Con gesto irresoluto, introdujo una primera llave en la cerradura haciéndola girar. Sin embargo, el cerrojo de la segunda estaba muy oxidado y no había forma de abrirlo. La vieja llave chirriaba quejumbrosa como si la hubieran despertado de un profundo letargo. Tras varios movimientos bruscos, al fin liberó la puerta del pestillo... Con la respiración entrecortada, empujó aquel viejo portón de madera roída y pudo entrar en la alcoba.





 
11

        Una oscuridad absoluta reinaba tras el umbral de la puerta. Rael permaneció frente a la entrada, dibujando en su memoria las escenas que acontecieron el último día que estuvo allí dentro. Recordó el cadáver rígido del abuelo yaciendo sobre el vetusto catre de nogal. Por unos instantes, tuvo la sensación de que el cuerpo del difunto aún permanecía en el aposento... Pero tan sólo eran elucubraciones de su mente. La luz de un relámpago iluminó de forma momentánea el cuarto oscuro y pudo comprobar que todo era producto de su imaginación. A pesar de seguir teniendo un aspecto tenebroso, allí ya no estaba aquel obsoleto camastro.En el interior solamente permanecía el antiguo espejo rodeado de candelabros. Aquella cornucopia había ido pasando de generación en generación, perdiéndose su origen en la noche de los tiempos... Sobre la cómoda, también pudo observar la antigua Biblia de tapas raídas, la cual, sin duda, continuaría abierta por el capítulo donde Abraham ofrecía a su hijo en sacrificio; pasaje releído en infinidad de ocasiones por su abuelo, como ejemplo magnánimo de la voluntad divina.
         La intensidad de los relámpagos fue en crescendo, de tal manera que en breves intervalos la estancia quedaba iluminada. Haciendo acopio de valor, Rael por fin entró en la habitación. Introdujo primero un pie, manteniendo el otro bajo el umbral, mientras sus manos temblorosas se agarraban al marco de la puerta. Después hizo lo propio con el segundo pie, viéndose ya por completo dentro de la alcoba.
        Aunque todo permanecía en calma, sentía una presión que se desplomaba del techo contra su cuerpo. Quiso avanzar, pero se dio cuenta de que sus movimientos eran plúmbeos. Cada paso suponía un esfuerzo añadido... Por un momento se detuvo y observó todo de lado a lado. Cuando los relámpagos iluminaban la habitación, sus retinas captaban algunos detalles de aquel tétrico lugar: un sinfín de mugrientas telarañas se habían apoderado de los rincones... A lo largo de la traviesa que sujetaba las cortinas polvorientas, una hilera de pupilas refulgentes brillaba en la oscuridad... Colgados boca abajo, media docena de murciélagos expelían un hedor nauseabundo... Tras el retumbe de los truenos, revoloteaban por toda la habitación emitiendo siseos agudos... De pronto, la lluvia arreció una vez más mezclada con enormes bolas de granizo. El agua entraba por la vieja ventana que permanecía medio abierta, dando golpes bruscos debido a las ráfagas de viento.
        A pesar de aquel ambiente tan desapacible, empezó a sentirse más tranquilo. Aquella fuerza que en un principio le aplastaba desde el techo, se disipó. Ya podía desplazarse a tientas por el cuarto sin dificultad alguna. Rael suspiró hondo... Caminando con precaución decidió sentarse en el suelo, apoyando su espalda sobre la pared junto a la cómoda. Jamás hasta esa noche había sentido en sus carnes una soledad tan desgarradora. Ofuscado en la falacia de su propio engaño, no lograba comprender el hecho de haber sido abandonado por unos hijos a los cuales, según él, nunca les había faltado nada. Ahora se encontraba derrumbado en aquella húmeda y tétrica estancia ignorado por todos...
        Rael permaneció sentado durante varios minutos, con la vista fijada en los haces de luz producidos por los relámpagos, que de manera intermitente cegaban sus ojos aturdidos. Encima de la cómoda destacaba la vieja Biblia familiar, custodiada entre los dos candelabros dorados de seis brazos. De golpe le vinieron a la mente aquellas lecturas matinales de su abuelo, ensalzando los castigos de Dios para todo aquel que se saliera del recto camino. 
«¡Ojo por ojo, diente por diente!», exclamaba iracundo ante el asombro de sus nietos que le escuchaban perplejos... Entonces recordó que el libro sagrado solía quedarse abierto de manera intencionada por el pasaje en el cual Abraham entrega su hijo en sacrificio como muestra de lealtad a Dios. Tentado por la curiosidad, quiso comprobar si aquel capítulo del Antiguo Testamento permanecía aún inalterable sobre la cómoda. Lentamente se incorporó del suelo, y a tientas rebuscó en el chaquetón una de las cerillas que había guardado cuando estuvo en la cocina.
        La llama del fósforo humeante iluminó la habitación... Con el brazo extendido, fue girándose para ver con detalle todo alrededor. De pronto, se le heló la sangre. A su derecha había notado el movimiento de un bulto oscuro... Rael permaneció inmóvil durante unos instantes. Mirando de solayo, vio una silueta que le observaba desde la penumbra... Su mano temblaba mientras la cerilla se consumía junto a los dedos. Sopló con fueraza para no quemarse, y de nuevo un manto negro lo cubrió todo. Tan sólo las pupilas refulgentes de los murciélagos destacaban en la oscuridad... Colgados bajo la traviesa de las cortinas, presenciaban impasibles todo a su alrededor. Cuando el aire soplaba con más fuerza, el hedor nauseabundo resaltaba con mayor intensidad. Rael permanecía sin mover un solo músculo junto a la pared del armario, soportando esa fétida pestilencia que se infiltraba hasta sus pulmones.
        La pertinaz lluvia caía sin cesar encharcando el suelo junto a la ventana, mientras él aguardaba expectante a que la luz de algún relámpago iluminase al espectro. Comenzó a tiritar de frío, empapado por las gotas que salpicaban tras olas ráfagas de viento. Aquella espera se hacía eterna para Rael... De pronto varios truenos precedidos de rayos se desplomaron sobre la casa. Los murciélagos revolotearon histéricos golpeando contra su cara, atemorizados por el estruendo de la tormenta. Por fin un resplandor le hizo ver con claridad que alguien permanecía inmóvil bajo la penumbra. Sin duda aquel ente le vigilaba, rodeado de un mutismo que empezó a crisparle los nervios. Una vez más sacó otra cerilla del chaquetón y avanzó varios pasos. Estaba decidido a desenmascarar a quienquiera que fuese. Rasgó el fósforo, y la habitación volvió a iluminarse... A pesar de que extendió el brazo, se dio cuenta de que no tenía suficiente valor para mirar hacia adelante. Con la mano temblorosa, cogió un candelabro de la cómoda y encendió varias velas. Ahora todo a su alrededor relucía con nitidez. Rael alzó el candelabro y poco a poco fue subiendo la cabeza. En un arrebato de coraje, clavó su mirada sobre el rostro fantasmagórico... De pronto su corazón se aceleró. Sentía las pulsaciones rebotando contra el pecho a punto de estallar. Observó que los rasgos eran tremendamente repulsivos. Aquella faz angulosa parecía la efigie de una momia que durante siglos había reposado oculta bajo un sarcófago.
        Permaneció mirando al individuo, mientras sus dientes castañeteaban entre las mandíbulas. Intuía temeroso que los designios de aquel espectro eran oscuros y malévolos... Rael no sabía si huir de allí o abalanzarse sobre el fantasma en un acto de arrojo. Durante varios segundos estuvo sumido en esa incertidumbre, hasta que observó un detalle turbador que le llamó la atención: aquel sujeto vestía una ropa similar a la suya. También sostenía un candelabro idéntico, aunque a diferencia de él lo blandía con la mano izquierda... Como si estuviese hipnotizado por una extraña fuerza magnética, Rael comenzó a imitar los movimientos del espectro con total fidelidad. Aquella figura demoníaca le obligaba a repetir exactamente cada gesto y cada mueca sin errar ni un solo centímetro. Aturdido y confuso, al final se dio cuenta de que en realidad era el espectro quien le imitaba de forma precisa. Por un instante llegó a pensar que se estaba burlando, pero su expresión no reflejaba ningún gesto chancero, sino más bien todo lo contrario... Entonces algo en aquella mirada le resultó familiar: oculto tras los ojos percibió el vacío infinito de un ser que había adulterado el alma durante toda su existencia. Rael se echó a temblar... Sospechaba tembloroso a quién podía pertenecer aquella imagen repulsiva... Cientos de nubarrones oscuros flotaron amenazantes sobre su conciencia... De pronto un rayo tremendo descargó en el tejado de la casa. Los murciélagos revolotearon de nuevo alrededor de la habitación estremecidos por el impacto. Rael se tambaleó zarandeando el candelabro. Varios goterones de cera derretida cayeron sobre la manga de su chaqueta. «No... No puede ser...», masculló horrorizado al mirar de nuevo la imagen del espectro reflejada en la cornucopia. Dando un grito de terror comenzó a hacer aspavientos, mientras sus ojos desorbitados huían de esa visión. Al girar con brusquedad sobre sí mismo, las llamas del candelabro prendieron varias telarañas que colgaban del techo frente al espejo. El fuego rápidamente se extendio como la pólvora, devorando aquel amasijo de telas enmarañadas. Los murciélagos huyeron despavoridos por la ventana entre chillidos estridentes, mientras un humo espeso inundaba la habitación. Ciego y fuera de sí, Rael daba tumbos de lado a lado como una peonza descontrolada. Al disiparse la humareda, dejó el candelabro sobre la cómoda y volvió a quedarse de nuevo paralizado frente al espejo. Con la respiración entrecortada, observó una vez más aquel espectro maléfico... Un grito de dolor le desgarró la garganta. El reflejo de su verdadero rostro se le hacía insoportable. Sin duda era un rostro diabólico y maligno que rezumaba crueldad por cada uno de los poros. Rael tuvo que ocultar sus ojos crispados bajo las manos temblorosas... De pronto la lluvia arreció con más fuerza entre descargas brutales de rayos y truenos. Un sinfín de imágenes se atropellaron de golpe en su mente. En ellas entremezclaba todas las vejaciones con las que día tras día fue maltratando a su familia... Intentó gritar de nuevo, pero esta vez dio un alarido estéril. Sus ojos se clavaron en aquel semblante y observó frente al espejo su propia descomposición: de las comisuras de los labios empezó a manar un líquido purulento y hediondo...... Su lengua rasposa había adquirido un tono amoratado, alargándose hasta colgarle a la altura del pecho...... Sus ojos vidriosos desprendían de las córneas un humor amarillento que poco a poco le cegaba...... La lengua se balanceaba como un péndulo dislocado, profiriendo frases ininteligibles plagadas de exabruptos...... Una convulsión espontánea reventó los globos oculares que se deshicieron en una agüilla fétida resbalando viscosa por sus mejillas...... Las facciones se derretían dejando entrever los tendones de sus quijadas...... Uno tras otro, los dientes se fueron desprendiendo hasta caer rebotando contra el suelo...... La carne corrompida fue dando paso a una calavera desnuda mientras el pelo se deshilachaba cayendo por su espalda......
        Solamente un apéndice resistió inalterable ante la descomposición: aquella lengua rasposa colgaba entre las mandíbulas del cráneo. Esa lengua que tantas veces había difamado a sus seres queridos.





12
        Su cuerpo permaneció varias semanas postrado de pie, con las manos sobre la cómoda y el cráneo aplastado contra la Biblia en el pasaje de Abraham. Decenas de gusanos retorcidos entraban y salían por todos los orificios, devorando la carne en estado de putrefacción. Ninguno de los vecinos le echó en falta durante esos días. Era lógico pensar que aquel amable señor compartiera unas fechas tan señaladas en compañía de sus familiares.
        Nadie fue al entierro de Rael. Antes del sepelio, los hijos intentaron identificarle en la morgue, pero ninguno pudo reconocerlo. Aquel espectro comido por larvas que se arrastraban entre las cuencas vacías de los ojos, repugnaba totalmente a la vista. Su cuerpo expelía un olor fétido, capaz de penetrar hasta el tuétano del que lo respirase. El anillo de bodas resultó fundamental para dar un nombre al cadáver. En su interior se podía leer este grabado: «Con amor, siempre fiel Rael fue enterrado sin inscripción alguna en la tumba, junto al sepulcro en el cual yacía su tercer hijo. Tras vender aquel anillo de promesas incumplidas, los hermanos costearon el epígrafe que reflejaba el nombre del niño sobre su pequeña lápida. No hubo ceremonia religiosa, ni tan siquiera un responso por el alma del difunto. El enterrador se limitó a hacer su trabajo, echando paladas de tierra sobre la caja de pino con suma rapidez.
        Poco tiempo después los hermanos pusieron la casa en venta. El desalojo de los bienes se hizo bajo un silencio solemne, en una fría mañana de invierno. Todos los muebles y enseres, hasta los de más valor, fueron arrojados al vertedero. Ninguno quería seguir recordando aquel sórdido lugar por medio de objetos que habían permanecido allí durante lustros. Tan sólo salvaron un crucifijo que la madre guardaba en la mesilla desde el fallecimiento de su hijo.
        La casa quedó desnuda, con las paredes como testigos mudos de lo que cierta vez fue el hogar de una familia. Sin embargo, a todos les pasó desapercibida una prenda que colgaba arrugada sobre el perchero con una sonrisa esperpéntica: el rostro de Rael.




FIN



Oscar Nóbregas, Madrid 





Oscar Nóbregas















Oscar Nóbregas


La isla de los Muertos


1



..........Aquella mañana lluviosa me dirigí como un autómata hasta la agencia de viajes huyendo de mi propio destino. Después de encajar el desengaño más grande de toda mi vida, estaba dispuesto a lanzarme en cualquier dirección del mundo con tal de olvidarla... Calado hasta los huesos, me planté frente al mostrador. Las gotas de agua resbalaban por mis cabellos empapando la gabardina. En un arrebato de locura, hice el juramento de elegir el primer país que saliera, cogiendo un folleto al azar.
..........Tras cinco años de relación, Natascha me acababa de dejar por otro hombre. A veces las cosas más crueles suceden de la forma más trivial. Un frío mensaje en el contestador finalizó nuestra relación para siempre. Decía que no podía seguir ocultándolo por más tiempo. Volaba esa misma semana en dirección a Nueva York con él. Tardé varios minutos en reaccionar. Permanecí estático sentado en la silla frente al teléfono sin dar crédito a sus palabras. Con el auricular pegado al oído, pulsaba una y otra vez la tecla para poder escuchar el mensaje. Poco a poco el crepúsculo tras la ventana invadió de tristeza la estancia. Envuelto en la oscuridad, la voz de Natascha cada vez se hacía más hueca. Dejé el teléfono descolgado y me tumbé en el sofá hundido en la desolación. No podía asimilar lo que me estaba sucediendo. No podía creer que la persona que más había querido en toda mi vida me hubiera dejado de aquella forma tan humillante.
..........Herido en lo más profundo, me preguntaba en qué podía haber fallado... Natascha era lo mejor que tenía; mi principal razón para existir... Sí, ella era mi motor; lo que me daba fuerzas para continuar adelante. ¿Cómo iba a tener fe en las personas cuando lo más verdadero de mi existencia se había convertido en una mentira? Aquella noche la realidad se desplomó sobre mí con la misma contundencia que una losa de mármol. Una simple llamada había borrado de un plumazo todas mis ilusiones... Me sentía humillado en una parte de mi ser. Cuando un amor termina, algo se arrastra en tu interior agonizando sin llegar nunca a morir del todo.
..........Aplastado en el sofá, dejé que las horas pasaran como si el tiempo se hubiera detenido en mi vida. Daba vueltas a la cabeza sin poder evitar su imagen apareciendo frente a mí. Infinidad de vivencias junto a ella se agolparon en mi mente. Recordé el día que la conocí en aquel pub cercano a la plaza de Ópera. Natascha apenas llevaba una semana en Madrid. Acababa de llegar de Moscú para un curso de filología hispánica. Su belleza nórdica y su sensualidad me cautivaron por completo. El flechazo fue mutuo y todo surgió de manera natural hasta que decidimos irnos a vivir juntos. Compartimos varios años de ensueño disfrutando del momento. Sin duda aquella resultó ser una de las etapas más felices de mi vida... Es cierto que en los últimos meses se palpaba un distanciamiento que yo atribuía a la rutina de la convivencia; pero nunca imaginé ni por asomo que el motivo pudiera ser otro... Ahora me deja helado el hecho de pensar que Natascha vivió ocultándolo todo, sonriéndome y haciendo el amor como si no ocurriera nada entre nosotros, cuando la realidad es que su corazón ya se encontraba muy lejos de mí.
.........Pasé varias noches en vela dando vueltas sobre la cama añorando su cuerpo a mi lado... No hacía más que mortificarme pensando que era una piltrafa; que Natascha me había dejado porque yo no valía nada... Cuando una persona pierde la autoestima, ¿qué le queda ya? Estuve varios días tirado en el cuarto sin poder reaccionar... Pero me di cuenta de que esa actitud terminaría por consumirme. Se me hacía insoportable la idea de quedarme a vivir en casa rodeado de todos sus recuerdos, así que decidí irme cuanto antes donde el viento me llevara. No quería pasar todas las vacaciones ahogado en la tristeza, mientras ella disfrutaba de un romántico idilio viajando por cualquier lugar del mundo con su nueva pareja.

 




2
 
..........Encima de la mesa de información se amontonaban infinidad de folletos de los sitios más dispares. Cerré los ojos, estiré la mano y cogí uno al azar. La imagen de la foto mostraba una bella imagen de los canales de Venecia. Al principio sentí fastidio. Cinco años atrás estuvimos allí en uno de los momentos más dulces de nuestra relación... Pero después de jurarlo, no me iba a traicionar a mí mismo. Iría otra vez a Venecia, aunque tuviera que enfrentarme al fantasma de mis recuerdos con Natascha. Me lo tomaría como un retorno al pasado para enderezar mi camino desde ese punto. Buscaría el lado oscuro de la ciudad, enterrando de manera simbólica los momentos vividos allí.
..........Apreté el folleto hasta arrugarlo y me dirigí al mostrador dispuesto a comprar el billete de tren. Por la tarde preparé la mochila tan sólo con lo indispensable. Quería ir lo más ligero posible de equipaje, viajando con la mente abierta a todo lo que se cruzara en mi camino. Cogí algo de lectura para el trayecto y un bloc de notas donde apuntar cualquier cosa que se me ocurriera durante el viaje.





3

 Al día siguiente llegué a la Estación del Norte a primera hora de la mañana. Subí al vagón y me acomodé en un compartimiento vacío. Entre semana no solía haber demasiados viajeros, lo que hacía el trayecto más relajado y silencioso. Sin duda era lo ideal para mí, pues me sentía especialmente huraño debido a mi estado melancólico.
Estuve la mayor parte del recorrido imbuido en los paisajes y en mis escritos. De vez en cuando sacaba la libreta y apuntaba lo primero que me pasaba por la cabeza, mientras el tren avanzaba con parsimonia en dirección a Italia. Pensando de manera obsesiva en Natascha, escribía retazos de poesías desgarradas que luego rompía en mil pedazos. Multitud de sensaciones contrapuestas desbordaban mis sentimientos frente al papel. Rencor y nostalgia se entremezclaban en mi corazón, sin poder distinguir lo uno de lo otro.
Después de una breve escala en Milán, llegamos a Venecia en pocas horas. Aquella ciudad seguía teniendo algo especial. Parecía como si se hubiera detenido en siglos pasados... Al toparme de frente con el casco antiguo, los recuerdos se agolparon desbordando mis sentimientos. Tenía un montón de fotos con Natascha por los alrededores: el Puente de Rialto, la Plaza de San Marcos, las góndolas surcando el Gran Canal... En cada esquina de Venecia, la belleza del entorno provocaba que cualquier detalle me calara en lo más hondo... El simple hecho de ver a músicos callejeros tocando una pieza de Vivaldi, o contemplar a actores interpretando pantomimas disfrazados de arlequines, era algo que me emocionaba. Rodeado de toda esa magia, el recuerdo de Natascha planeaba sobre mi mente sin poder evitarlo. Sentado en una escalinata del Palacio Ducal, varias lágrimas recorrieron mi rostro. La cruda realidad era que ella estaba muy lejos de mi vida, rodeada por los brazos de otro hombre... En ese momento comprendí que recorrer las mismas calles de antaño, no haría sino estancarme en el pasado maniatando mi ánimo con la soga de la nostalgia. Me levanté de un brinco huyendo hacia la primera taberna que se cruzara en mi camino. Apoyando los codos sobre la barra sin levantar ni solo instante la cabeza, bebí de forma compulsiva hasta terminar dos botellas de Lambrusco. Al salir de la taberna me arrastré desolado por los callejones más míseros que pude encontrar. Entonces me di cuenta de que esa ciudad, como el amor, tenía su lado oscuro. Venecia no sólo era un lugar idílico de parejas recién enamoradas. También había esquinas mugrientas y malolientes, aguas estancadas, paredes mohosas, casas en ruinas, lúgubres residencias de ancianos... Venecia no sólo reflejaba romanticismo y belleza. También existían allí el dolor y la muerte como en cualquier otro lugar del mundo.
Caminando sin rumbo fijo por los rincones de los arrabales, todo me daba vueltas debido a los efectos del vino. Haciendo eses completamente borracho, mis pasos vacilantes tropezaban con los adoquines. De nada me había servido alejarme miles de kilómetros para intentar olvidarla. Sentía la angustia del desamor hundiéndome cada vez más en un pozo sin fondo... Apoyado sobre la vieja barandilla de un callejón sin salida, la imagen de Natascha besándose con aquel hombre invadió de súbito mi cabeza. Aquella escena aparecía ante mis ojos alucinados como si pudiera observarles a través de una bola de cristal. Luego la imaginé desnuda gimiendo de placer bajo su cuerpo y comenzaron a entrarme arcadas. Entonces vomité repetidas veces sobre aquel sucio canal.

  


4

 A la media hora desperté sobresaltado. Me había dormido allí tirado en el suelo como un mísero vagabundo. Todo daba vueltas a mi alrededor y tenía un regusto amargo en la boca. Avergonzado de mí mismo, salí del callejón mirando a los lados. Por fortuna aquel era un rincón solitario... Caminé desorientado durante varios minutos hasta llegar a una plaza. Allí me lavé la cara en una fuente y luego me mojé el pelo. Después entré en un bar y pedí un capuchino bien cargado para despejarme. Nada más salir, decidí pasear en dirección a la costa pensando en que me vendría bien la brisa del mar. Caminé con un talante más apacible hasta que llegué al puerto. Allí me encontré con un pescador de piel curtida que debía rondar los setenta años. Me puse junto a él observando cómo pescaba con su caña de bambú frente al muelle. Gracias a mis conocimientos de italiano, pudimos mantener una conversación fluida. Estuvimos hablando un buen rato sobre el oficio. El hombre decía que ya no se cogían tantas piezas como antaño. Cuando era joven siempre volvía a casa con la cesta repleta de pescado. Una hora después, el sol comenzaba a ocultarse por el horizonte. El mar se tornaba cada vez más plateado a medida que la luz rojiza se disipaba con los últimos rayos. Sentado allí junto al pescador, me fijé en la figura de un pequeño islote cercano a la costa. Una vieja torre desmoronada presidía el lugar, dándole un aspecto misterioso.
—¿Se puede visitar esa isla? —pregunté por curiosidad.
El hombre giró la cabeza mirándome con el ceño fruncido, como si hubiera blasfemado al preguntar por aquel sitio.
Ese lugar está maldito, muchacho —dijo en tono grave—. Allí nunca se acerca nadie; ni siquiera nosotros. No verás un solo pescador faenando alrededor de Poveglia. Le llaman la Isla de los Muertos... Sus aguas están infectadas de cadáveres que llevan siglos amontonados bajo el lodo. Nadie quiere acercarse a esas costas. Durante la Peste Negra cientos de barcas llevaban a Poveglia los moribundos para dejarlos allí abandonados. Muchos perecieron al intentar salir nadando de la isla. Dicen que algunos de esos espíritus vagan por los alrededores... Allí no vive nadie desde hace mucho tiempo. La torre que ves junto al edificio es de un manicomio que permaneció abierto algunos años. La gente que trabajaba en aquel lugar, tarde o temprano se volvía loca. El director del manicomio experimentaba con los dementes practicándoles horribles trepanaciones en el cráneo. Eso acabó haciéndole perder la cabeza también a él... Al final se suicidó tirándose desde la torre.
Era tremendo lo que me contó el pescador sobre Poveglia. Frente al lugar más idílico del mundo, el recuerdo del terror permanecía inalterable durante siglos en aquel sitio. Quizá miles de parejas se habían jurado amor eterno contemplando aquella isla rebosante de cadáveres momificados por el lodo... Me pareció una alegoría perfecta de las relaciones amorosas: en la superficie todo resulta idílico, pero debajo siempre hay un trasfondo incierto... Con aquel relato sobre Poveglia, el pescador consiguió aumentar mi intriga.
¿Hay alguna manera de llegar hasta allí? —le pregunté.
El viejo me  miró como si estuviera totalmente loco.
—Se puede ir en barca; pero no querrá llevarte nadie... a no ser que pagues una buena suma de dinero.
Recogió sus bártulos de pesca y nos dirigimos hacia la lonja. Allí habló con un tipo de barba cerrada y aspecto siniestro. Una profunda cicatriz cruzaba su frente como si fuera un estigma. El viejo se marchó y me quedé con aquel hombre para cerrar el trato. A pesar del dinero que le ofrecía, me preguntó varias veces si estaba seguro de querer pasar la noche en aquel lugar. Le dije que sí aparentando estar convencido; aunque por dentro sentía verdadero temor... Pero me reconforté pensando que no tenía nada que perder. Todo lo que pudiera lograr evadirme del recuerdo de Natascha me aliviaba el ánimo.
 Durante el trayecto en barca tan sólo cruzamos algunas palabras. Mientras él remaba haciendo soplar una rústica pipa de tabaco, yo iba tomando notas en la libreta de lo que me había sucedido aquella tarde. La quietud de las aguas era algo que imponía un tremendo respeto. Sólo Dios sabía lo que se ocultaba allí debajo... A medida que nos acercábamos a Poveglia, un nudo en la garganta me impedía tragar saliva. Pero ya no había marcha atrás... Aquel extraño hombre me dejó en el embarcadero con mi mochila. Quedamos al día siguiente por la mañana para recogerme en el mismo punto. Instantes después le vi alejarse impasible, mientras el crepúsculo se cernía sobre la ciudad.


5

 Apenas tuve tiempo de recorrer la isla con suficiente luz. A los pocos minutos, ya estaba casi a oscuras. Saqué la linterna del macuto y deambulé por la entrada del edificio. El manicomio se hallaba en un estado totalmente ruinoso. Enseguida pude percibir energías muy negativas bajo aquellos muros. Armándome de valor, penetré en el interior del recinto. Un extraño eco remarcaba el sonido de mis pisadas a lo largo del pasillo. El hecho de permanecer callado en alguna estancia, me ponía los pelos de punta... Era como si se pudiera cortar el aire. Sin duda tuvo que haber mucho sufrimiento entre esas paredes... Sobre la torre del manicomio, se escuchaba el suspiro tenebroso de un búho. Aquel susurro fantasmagórico resultaba escalofriante... Salí de allí acongojado y caminé unos pasos junto al edificio, enfocando con la linterna bajo la oscuridad. El más leve sonido alrededor me ponía en alerta. Mis latidos se disparaban tras el chasquido de cualquier rama... De pronto, el terror me invadió. Tropecé de lleno con una zanja repleta de esqueletos postrados en hilera. Salí corriendo de allí como alma que lleva el diablo. Me alejé lo más rápido que pude con la respiración ahogada, siguiendo a duras penas un sendero pedregoso. Avancé atemorizado durante varios minutos. Cualquier ruido inesperado entre los matorrales me hacía estremecer... Probablemente sólo eran alimañas sorprendidas de mi presencia, pero conseguían asustarme a cada paso que daba. Busqué alumbrando con la linterna un pequeño claro entre los árboles y preparé una fogata recogiendo varias ramas. Por suerte la noche estaba muy clara; tan sólo faltaba un día para que hubiese  luna llena... Encendí la hoguera y saqué algo de comer.
Tras la cena, ya mucho más tranquilo, me tumbé sobre la hierba arropándome con una manta por encima. No lograba conciliar el sueño, así que decidí quedarme boca arriba contemplando las estrellas y la luna. A medianoche pude escuchar en la letanía las campanadas de la basílica de San Marcos. A partir de entonces todo era silencio, tan sólo interrumpido por el ulular de las rapaces nocturnas. A punto de dormirme, noté sobre la hojarasca pasos lentos que se acercaban en la penumbra. Abrí los ojos y me encontré a un hombre vestido de gris con sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Iba embozado bajo una larga capa negra. En ningún momento se descubrió la cara. Se plantó frente a mí observándome de arriba abajo con los brazos cruzados... En ese instante mi corazón se encogió en un puño. Luego se sentó junto a las brasas y reavivó la hoguera mientras yo permanecía estático. No podía articular palabra. Estaba totalmente bloqueado esperando que sucediera algo... Poco a poco me tranquilicé al comprobar que su actitud era pacífica. Retiré la manta y me puse frente a él hipnotizado por su influjo. Aquella visión enigmática traspasaba cualquier explicación lógica. Era como si hubiese aparecido allí por medio de algún sortilegio, transportado desde tiempos lejanos hasta el presente... Junto a la luz de las llamas, aquel hombre comenzó a hablar del terror de la peste; de rostros desfigurados pidiendo clemencia; de cuerpos corrompidos por los bubones; de lamentos desgarradores surgiendo de las fosas; de cadáveres hacinados sobre inmensas piras de fuego... Su voz grave retumbaba en el suelo como si surgiera de las entrañas de la tierra... Hablaba un italiano antiguo que a veces me costaba entender. Su rostro compungido reflejaba el testimonio del holocausto presenciado siglos atrás. Mientras narraba aquellos sucesos, removía el suelo con un palo haciendo círculos en espiral sobre la arena. Al concluir su discurso, me ofreció algún extraño brebaje de un pequeño frasco. Era un licor agrio y rojizo semejante al vinagre. Tras beber un par de tragos, comenzó a invadirme un sopor muy profundo. En cierto momento que no recuerdo, me quedé dormido.
Lo que sucedió durante mi sueño es algo que me cuesta describir con palabras. Y digo lo que sucedió, porque fue tan real como si lo hubiera vivido: me veía a mí mismo tumbado junto a la hoguera...... De pronto el suelo cedió bajo mi cuerpo resquebrajándose...... Caí en una zanja profunda sintiendo  todos mis huesos doloridos por el golpe...... Quise incorporarme y salir de allí, pero el fango me impedía trepar...... Arañando las paredes con desesperación, resbalaba en el intento de alcanzar la tierra firme....... Entonces sucedió el horror...... Decenas de cadáveres desfigurados rodearon la zanja...... Uno tras otro se lanzaban aplastándome contra el barro...... Sentí sobre mí la angustia de esos seres moribundos apilándose en montones hasta cubrir por completo la fosa.......
No sé cuánto tiempo duró aquella terrible pesadilla, pero me dio la sensación de que se prolongó durante toda la noche, desde el mismo instante en que perdí la consciencia por los efectos del brebaje.



6

 Al amanecer desperté sobresaltado. Aturdido y  totalmente confuso, busqué al hombre por los alrededores. A pesar de mi empeño por encontrarle, no hallé rastro alguno de aquel individuo. Por unos momentos pensé si lo habría soñado también, pero vi los círculos dibujados en el suelo junto a los rescoldos de la fogata... Recogí mis cosas y caminé en dirección al muelle de la isla, esperando con impaciencia la vuelta del marinero. De regreso a Venecia le conté ansioso todo lo ocurrido. Me dijo que según la leyenda, un individuo de otro tiempo habita aquel lugar... Su nombre era Renato Salieri, un alguacil que permaneció al cargo de los traslados de moribundos a Poveglia durante la Peste Negra. Vivió el horror de cientos de seres humanos llevados hasta allí, como se lleva el ganado al matadero para ser sacrificado. Murió atormentado por la culpa de ser uno de los responsables de aquella espantosa masacre. Él mismo acabó siendo víctima de la peste al final de la epidemia. Nadie se atrevió a volver hasta Poveglia para enterrar su cuerpo. Dicen que el alguacil vaga eternamente por la isla...

  


7


Aquella misma tarde me instalé en una pensión de las afueras de la ciudad. Gracias al carnet que me acreditaba como investigador de documentos, pude acceder a los archivos de la biblioteca municipal. Durante esos días repasé a fondo la tragedia que se cebó de Venecia durante la Edad Media. En el siglo XV, la Peste Negra recorrió la ciudad arrasando todo a su paso. Aquella zona de humedades y aguas estancadas propició que la enfermedad se expandiera de manera implacable. La situación para las autoridades se hizo insostenible, ante la imposibilidad material de poder enterrar tantos cuerpos putrefactos. Los cadáveres comenzaban a apilarse en las calles a la espera de ser quemados; pero aquello suponía un alto riesgo de contagio para la gente sana. Entonces decidieron trasladar los muertos en barcas hasta Poveglia. A esas alturas de la terrible epidemia, una psicosis calenturienta invadió la población. Todo el que mostrase cualquier síntoma de enfermedad, aunque fuera un simple catarro, era denunciado a la guardia veneciana, que al poco tiempo se presentaba en su casa para llevarlo hasta la isla, condenándolo a una muerte segura. Fue tal la cantidad de moribundos acumulados en Poveglia, que al final eran arrojados a las fosas para quemarlos sin importarles que aún permanecieran con vida... Renato Salieri fue unos de los alguaciles encargados de esa macabra operación.
Una semana después, regresé a España absorbido por aquel horrible pasaje de la historia. Al abrir la puerta de casa y ver su foto en la entrada, fui consciente de que me había olvidado por completo de Natascha... Entonces supe que ya no formaba parte de mi vida. Saqué la foto del marco y la prendí fuego sobre el cenicero en una especie de ritual purificador para liberarme del pasado. Esa misma noche, tras deshacer el equipaje, repasé todas las notas que había ido plasmando durante mi periplo aventurero. Al llegar al final, me quedé petrificado. En la última hoja de la libreta, escrito con tinta de pluma y una letra abigarrada, podía leerse en italiano antiguo: “Buon viaggio, amico”. Firmaba Renato Salieri.


FIN

  

Oscar Nóbregas, Madrid 












Oscar Nóbregas



Otros relatos de Oscar Nóbregas:

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OSCAR NÓBREGAS:





Oscar Nóbregas Manrique nació en Madrid.
Desde los 25 años se dedica plenamente al mundo de la literatura. Colabora en diversas revistas literarias, así como en programas radiofónicos dedicados a las letras y a la música, tareas que compagina con su afición por la fotografía artística.

Con su novela "Retazos de un Bastardo" ha conseguido un éxito sin precedentes en los círculos literarios vanguardistas, que le han aupado a una situación de privilegio en el mundo de las letras, por lo arriesgado e innovador de su proyecto. Retazos de un Bastardo es para muchos la obra literaria más original de los últimos años.

Oscar Nóbregas también ha escrito otras dos novelas:
"Efluvios Metafísicos"(un estudio sobre sexo, droga y rock and roll) y "El Beso de la Esfinge" (novela erótica ambientada en Madrid).
Tiene en proyecto un cuarto libro: "El Susurro del Cárabo", novela histórica basada en una leyenda rusa del siglo XIX.
En la actualidad se halla inmerso en un ciclo de relatos titulado "Bajo la Sombra del Yinkgo Biloba".















Oscar Nóbregas 

 

 

Entrevista con Oscar Nóbregas

 

Venturas y desventuras de un escritor madrileño...

Oscar Nóbregas es un ratón de biblioteca del siglo XXI. Aislado en su escritorio o buscando en los archivos de la Biblioteca Nacional, elucubra nuevas ideas y personajes para sus próximo libros.
Nos hemos tomado la licencia de apartarle de su trabajo durante un rato para que nos permita conocerle un poco mejor, a él y a su trabajo.
Oscar, ¿se puede vivir de escribir hoy en día?

Salvo algunos privilegiados, es muy difícil vivir de la literatura; aunque pienso que es mejor que sea así. La creación no debe estar sujeta a una nómina, porque escribir bajo presión a lo único que conduce es a coartar la espontaneidad. Un escritor no puede escribir una novela pensando que con el dinero que obtenga va a pagar las facturas.

Te voy a mencionar 3 conceptos; me gustaría que nos contaras en qué medida te afectan, para bien o para mal, en el desarrollo de tu profesión:
Editores

Los editores son un mal necesario para los escritores; un arma de doble filo que se puede volver contra ti. Lo más duro para un escritor es descubrir que los problemas no terminan cuando publica una novela, sino que pueden empezar justo en ese momento... Si tienes buena relación con tu editor, éste puede darte alas y hacer que tu obra crezca; pero si tienes la mala suerte de topar con un editor que no te apoya lo suficiente, puede convertirse en tu principal enemigo; la tumba de tu propia novela. Con un editor abúlico todos tus esfuerzos caen en saco roto. De nada sirve remar con todas tus fuerzas, si el que lleva el timón te deja encallado en la orilla.
Para muchos editores prevalece el número de ventas por encima de la originalidad o la calidad literaria, y ese punto de vista muchas veces aborta grandes proyectos más cercanos a lo vanguardista que a  lo meramente estándar. A fin de cuentas, una editorial no es otra cosa que una empresa… Pero también hay editores arriesgados que aman la literatura por encima de las cifras, aunque por desgracia suelen ser muchos menos.
Lo triste para cualquier escritor es echar un vistazo tras los escaparates de las librerías y ver auténticas bazofias presentadas con jactancia como best sellers, cuando lo cierto es que el número de ventas rara vez va en concordancia con la calidad literaria.

Internet

Siempre miro con recelo los avances tecnológicos, pues pienso que muchas veces nos proporcionan "comodidades" que a la larga te acaban creando una dependencia innecesaria, que al final lo único que consigue es esclavizarnos. Pero como todo en la vida, depende del uso que le des a las cosas. En el caso de Internet, no se puede negar que es un instrumento que bien utilizado ofrece infinitas posibilidades al permitir comunicarte con el resto del mundo. Para mí es muy gratificante saber que gracias a los foros literarios de Internet, mi novela ha llegado a manos de lectores en toda Hispanoamérica e incluso al sur de los Estados Unidos. 

Uno de los peligros de Internet es el hecho de caer en la incomunicación de la comunicación y en la desinformación a base de sobreinformación. Por otro lado, me inquieta el hecho de que Internet ya no sea algo opcional que consultar de vez en cuando sentados frente a una pantalla; ahora llevamos Internet a cuestas en el bolsillo durante todo el día…  Pienso que la irrupción de los ordenadores y los teléfonos móviles en nuestra vida privada nos ha desbordado por completo, y no creo ni  por asomo que ahora seamos más felices ni que nos comuniquemos mejor que antes.

Todo este fenómeno social es un montaje lucrativo de las empresas tecnológicas, las cuales nos han puesto el “caramelito” de las grandes ventajas de estar comunicados las 24 horas del día como algo esencial en nuestras vidas… Han diseñado lo que quieren que necesitemos para que no podamos prescindir de ello en el futuro. Nos están  alienando y no hemos hecho nada por impedirlo. Nuestra sociedad, que es básicamente superflua y materialista, convierte los lujos en necesidades. Ahora si no tienes Guasap, eres poco menos que un proscrito y la gente te margina por no “estar al día”. Ya no importa la amistad en sí misma. Importa que estés conectado a la red constantemente por medio del teléfono móvil, aunque sólo sea para decir estupideces…
Lo que muchos no sospechan o no quieren ver, es que detrás de ese invento tecnológico vendrá otro que le sustituya. Ya están preparando desde un despacho de marketing publicitario lo que “vamos a necesitar” en el futuro… Así nos mantienen de por vida idiotizados con la zanahoria delante de nuestras narices, lucrándose a base de nuestra imperiosa necesidad de comunicarnos como especie social y gregaria que somos por naturaleza.

Por mi parte, no soy una persona que necesite estar constantemente comunicado, como el que tiene que estar asistido a un tubo conectado con una botella de suero para sobrevivir. Prefiero disfrutar de lo que tengo delante y charlar sin que nada me interrumpa, cosa que ya es muy difícil, pues todos los que están enganchados al móvil viven para él, siempre más pendientes de lo que está lejos que de lo que tienen enfrente.
A veces pienso que la gente debe de estar muy vacía por dentro cuando siente la necesidad obsesiva de comunicarse a cada instante por medio del Smartphone. Este artilugio se ha convertido en una prótesis inseparable de las personas. Es patético observar a todo el mundo imbuido en sus teléfonos como si buscaran ansiosamente la felicidad allí dentro.
Los parámetros que ha diseñado el móvil a principios de este siglo me parece un síntoma enfermizo de la sociedad actual. El móvil ha idiotizado a la gente, convirtiéndola en marionetas de un artilugio superfluo. Realmente me parece una esclavitud disfrazada de comodidad.

 Lo cierto es que la gente se sigue sintiendo igual de sola que antes. No ha mejorado la comunicación real, tan sólo la virtual. A pesar de Facebook, los amigos de verdad se siguen contando con los dedos de una mano.
Con los ordenadores hay que saber dónde termina la realidad y dónde comienza lo virtual. No podemos canalizar todas nuestras emociones a través de una pantalla. El riesgo de Internet es que si no lo usamos con inteligencia puede acabar cuadriculando nuestra mente.

Internet al margen de las incuestionables ventajas como medio de comunicación, se ha convertido en una corrala cibernética donde lo importante por encima de todo es aparentar. La gente disfruta más enviando una foto de algún lugar exótico para que la vean los amigos en vez de vivir ese momento para sí mismos. Esa actitud me parece cuanto menos preocupante.
Internet es un espacio donde se puede maquillar fácilmente la realidad, creando un escenario virtual en el cual lo importante es lo que se ve por la pantalla, no lo que realmente es.

Creo que al final pagaremos un precio muy alto por este mundo tecnológico que ha arrollado nuestras vidas.
Sería ingenuo pensar que Internet en sí mismo es una alternativa personal a elegir; más bien se trata de una imposición social fomentada desde arriba para tenernos controlados.

Crisis

La crisis económica es algo que sin duda ha repercutido en todos los ámbitos, tanto a nivel nacional como internacional. En la literatura no iba a ser menos y las ventas han descendido desde hace un par de años. Pero al margen de la literatura, lo que me preocupa de todo este "pesimismo general" que estamos viviendo no es la crisis en sí misma, sino saber quién está interesado en tenernos pendientes de que suba o baje la Bolsa para desviar nuestra atención de los problemas reales de nuestra sociedad, y de esa manera tenernos hipnotizados. Nos marean con cifras y términos económicos que a la postre lo único que consiguen es desorientarnos y que perdamos toda referencia con la realidad. Los medios de comunicación se convierten en trileros que nos bombardean con noticias contradictorias las cuales terminan por anular cualquier criterio razonable.

 Antiguamente al pueblo llano se le tenía atemorizado con la religión y sus mensajes apocalípticos. En el siglo XXI los gobernantes nos meten miedo con la crisis, que al fin y al cabo no son más que números y estadísticas que basculan. Lo cierto es que nos subyugan creando un ambiente general de situación límite, cuando la realidad es que nunca hemos tenido más comodidades que ahora. Crisis fue la que vivieron nuestros abuelos en la posguerra comiendo mondas de patatas y pasando verdaderas necesidades. Ahora dicen que estamos en plena crisis, pero no conozco a nadie que haya renunciado a su teléfono móvil, ni a instalar su tdt para poder ver un montón de canales en la televisión.

Para mí la verdadera crisis es la medioambiental. Cuando empiecen a deshelarse los casquetes polares de manera irreversible, como de hecho ya está sucediendo, todas esas cifras económicas dejarán de tener sentido… Por desgracia el ser humano es así: capaz de lo mejor y de lo peor.
 
Oscar ha dirigido como locutor y guionista un programa de radio: El Bosque Encantado. Háblanos de tu experiencia en las ondas; ¿qué es lo que más te aporta para tu profesión de escritor?

Quizás el hecho de dar más relieve a tus escritos mediante una lectura oral de los textos, descubriendo que una misma frase puede ser leída con matices distintos.
La Radio te proporciona el tono y la intensidad de la que carece la lectura mental, pues a veces las palabras se quedan algo mudas si no las expresamos mediante los labios.
La Radio también te aporta ese punto de improvisación que a menudo libera a los textos de las páginas y los hace volar más libres.

Sabemos que te gusta la fotografía artística, ¿no has pensado utilizar en las portadas de tus libros alguna de tus fotografías?

Sí, de hecho las portadas de tercer y del cuarto libro llevarán fotos hechas por mí. No ha surgido antes porque no veía una imagen que pudiera encajar con el ambiente de la novela.

Háblanos de tu "Crónica Sobre la Historia del Rock"... ¿Cuál es tu grupo de rock favorito?

De esa crónica surgió la idea de mi segunda novela Efluvios Metafísicos, que de alguna manera es un homenaje a la música contemporánea en sus distintos estilos: Blues, Jazz, Rock, Pop, Folk, New Age, etc.
Desde siempre he estado rodeado de músicos, cantantes o de gente melómana apasionada con grandes colecciones de discos, por lo cual no me ha sido difícil imbuirme de lleno en dicho terreno.
En cuanto al Rock, lo he disfrutado de manera apasionada desde la adolescencia, y, aunque no tuve la suerte de experimentarlo en su época dorada por cuestiones de edad, sí que he vivido la inercia de ese movimiento unos años más tarde.

La lista de grupos de Rock que me han influido sería interminable... Básicamente corresponden a bandas formadas en las décadas de los 60 y los 70, que sin duda son los años más creativos la historia del Rock. Creo que los grupos que más me han marcado son Pink Floyd y Led Zeppelin. Cada cual en su estilo, me parecen las dos bandas más carismáticas que ha habido nunca. Pero no puedo dejar de nombrar a los Beatles, que supusieron una auténtica revolución. Incluso hoy en día, casi 50 años después, sus canciones no han perdido ni un ápice de frescura y vitalidad. El fenómeno beatle fue algo único e irrepetible que marcó a muchas generaciones.
Por desgracia, ya casi no surgen grupos y artistas con la personalidad de
Santana, Jethro Tull, The Kinks, Rolling Stones, The Who, The Doors, Grateful Dead, Don Mc Lean, Crosby, Stills, Nash& Young, Bob Dylan, Carole King, Donovan, Cat Stevens, Ten Years After, Cream, Allman Brothers, Creedence Clearwater Revival, Deep Purple, Black Sabbath, Jimi Hendrix, Frank Zappa, Fleetwood Mac, Lou Reed, David Bowie, T. Rex, Bob Marley, Queen, Genesis, King Crimson, Yes, Camel, Supertramp, Mike Oldfield, The Police, Dire Straits, U2...


Duendes es uno de esos escritos fantásticos que nos adentran en las peculiaridades de estos pequeños seres, concretamente, los que habitan en nuestra Sierra del Guadarrama. Quisiera saber ¿con qué duende te identificas más: campestre, montaraz o albino?

Supongo que tengo algo de cada uno. Quizá me identifico un poco más con los albinos, por aquello de que son una "rara avis" como yo...

Tras la “carrera de fondo” que supone escribir una novela, vemos que últimamente te has decantado por la “media distancia”. A la hora de crear narraciones más cortas, ¿utilizas otro método distinto al de la novela para desarrollar la trama o el enfoque es similar? Coméntanos algo sobre tus relatos.

A pesar del reto intelectual y el esfuerzo que supone enfrentarte a una composición extensa, al principio de mi carrera como escritor me dediqué de lleno a escribir novelas, quizás porque me parecía más atractivo el hecho de tener atrapado al lector durante varios días con el ambiente y los personajes creados, cosa que en el ámbito del relato resulta imposible por cuestiones de extensión. Un relato viene a ser un aperitivo comparado con el guiso caliente que es una novela de doscientas páginas. Sin embargo, después concluir mi tercera novela sentí la necesidad de experimentar con otro ritmo literario. Sin duda el relato me ofrecía un terreno idóneo para plasmar las situaciones de una forma más directa. En los relatos las descripciones se prestan a mostrarse de manera concisa, mientras que en la novela tienes que ir tejiendo poco a poco el perfil de los protagonistas. Son creaciones distintas en cuanto a extensión, pero el ámbito en el que se mueven es básicamente el mismo; de hecho muchas novelas surgen de historias cortas.
En todos mis relatos siento el impulso vital de traspasar las barreras de lo políticamente correcto. No me interesa la escritura placentera sin más. Siempre intento mostrar las cosas sin pelos en la lengua pegando donde más duele. Esto a menudo puede crearte problemas, pero en mis escritos me interesa más la polémica que la complacencia. Me gusta meter el dedo en la llaga yendo a contracorriente. Creo que en general todos mis relatos tienen una vuelta de tuerca y son críticos con esta sociedad hipócrita en la que vivimos.

Bueno, creo que va llegando el momento de centrarnos un poco en tu novela Retazos de un Bastardo... ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla? y ¿en qué te inspiraste?

Resulta difícil contabilizar en tiempo real, desde el momento en que surge el chispazo de una historia hasta el último capítulo. Las ideas son como peces que divagan por tu cabeza y que vas plasmando en tus escritos, unas antes o después sin saber por qué, pero no necesariamente de forma lineal. Por otro lado, desde que surge algo sólido hasta que germina, puede que transcurran varios meses, pues ni tú mismo sabes si esa idea va a fructificar. Luego viene la etapa de ordenar el rompecabezas para que todo ocupe su lugar exacto evitando que haya fisuras, y ése es otro proceso imposible de medir con un calendario, pues a veces recurres a apuntes que llevaban guardados en un cajón mucho tiempo.

Lo que sí te puedo asegurar, es que desde que terminé la novela hasta que se publicó pasaron varios años de llamar a puertas de editoriales y de enviarla a concursos. Por cierto, hoy en día estoy totalmente en contra de los concursos. Creo que no se debe escribir para competir con nadie.
Respecto a la inspiración de la novela, todo surge por una amalgama de sensaciones que van bullendo dentro de ti, condimentadas por mil influencias: una experiencia vivida, un pasaje de otra novela, la escena de una película, la letra de una canción, un suceso real que ves en las noticias, el artículo de un periódico, un pasaje de la historia... Todo ello forma un cóctel que agitas a la par con tu imaginación hasta que surge algo coherente y con una estructura definida.

En tu novela Retazos de un Bastardo, defines la felicidad como "un dulce estado de ánimo pasajero". ¿Crees que sin desdicha no hay dicha?

Desde luego, todo tiene su lado opuesto. Para que haya luz y saber lo que significa, es necesario conocer la oscuridad. El caso es que las personas más baqueteadas suelen valorar mejor las cosas buenas de la vida. No se puede mantener de forma perenne un estado de dicha absoluta o de éxtasis… La vida es un camino de contrastes. Como dice Luis Eduardo  Aute, vivir es un ejercicio de gozo y dolor.

Reconozco que en esta pregunta tengo un interés personal, ya que hablamos de uno de mis cuadros favoritos... ¿Como se te ocurrió usar la imagen de “Saturno devorando a su hijo” en la portada de tu libro, sobre todo teniendo en cuenta que el protagonista es un pintor surrealista?

En un momento dado de la novela en el cual el pintor se haya atravesando un estado anímico tortuoso, decide plasmar en la pared de su buhardilla este cuadro de las Pinturas Negras de Goya. Saturno devorando a su hijo representa para él una alegoría freudiana de la humanidad devorando al hombre como individuo. Eso es lo que quiere expresar el pintor en su encierro tras sufrir una crisis existencial.
Lo que sí he comprobado con el paso del tiempo, es que la portada se ha convertido en una prueba de fuego para el lector de mi novela. Generalmente si te atrae la imagen, es que te va a gustar el contenido, y viceversa.


Recomienda tu novela a nuestros lectores...

Uf, recomendar mi propia novela es algo que me da bastante pudor... Puedo hablarte por boca de lectores que me han felicitado, diciendo cosas tan bonitas como que mi novela deja huella en el alma o que rebosa de sensibilidad e imaginación; que es una novela muy profunda y que te hace pensar sobre ti mismo; que en vez de páginas, las hojas parecen espejos que reflejan tus propios sentimientos.

En fin, qué más puedo deciros sobre Retazos de un Bastardo... Comentan por ahí que mi novela tiene afinidades con Kafka, Pessoa o Hermann Hesse. Al que le guste alguno de estos autores es probable que conecte con mi estilo; pero creo yo tengo mi propio sello, más cercano al tiempo que nos ha tocado vivir.

Una última pregunta... ¿Para cuándo tu próximo libro?

Me hallo inmerso en la redacción de once relatos que irán recopilados en un libro titulado Bajo la sombra del yinkgo biloba.

Estoy muy ilusionado con este proyecto y humildemente pienso que cada relato es un mundo en el que te sumerges de los pies a la cabeza. He puesto toda mi alma y mi corazón en ellos, así que espero no defraudar al lector…


Por nuestra parte, pediremos a los duendes y las hadas de la Sierra de Guadarrama que el deseo de Oscar se cumpla en breve y nosotros podamos verlo y contároslo desde aquí.



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 Oscar Nóbregas tomando apuntes a mano



Oscar Nóbregas (izda). Tertulia en un bar de Lavapiés




Oscar Nóbregas 2017










Oscar Nóbregas. Plaza de Santa Ana -  Estatua de Lorca

















FOTOS ARTÍSTICAS DE
OSCAR NÓBREGAS







Primer premio concurso Magnum:


La ira de Dios





Finalista concurso de fotografía Guadarrama:


























Títulos de las fotos por orden de aparición:

1. Prado en diciembre
2. Árbol desnudo
3. Río Guadarrama helado
4. Puente nevado
5. La torre en invierno





Paisajes que sugieren























































 
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Títulos de las fotos por orden de aparición:


1. Arco iris en Guadarrama
2. Vistas desde la abadía, Mont Saint-Michel
3. Sombras sobre la nieve al atardecer, Guadarrama
4. Ruinas de Recópolis al atardecer
5. Río Piedra abstracto
6. Reflejos sobre el agua, Río Piedra
7. Reflejos plateados, Salinas de Torrevieja
8. Reflejos impresionistas sobre el agua, Río Piedra
9. Reflejos en el río Dulce
10. Reflejos del sol, salinas de Torrevieja
11. Ramas sobre fondo rosado, Cala Macarela
12. Pueblo fantasma, ruinas de Belchite
13. Por encima de las nubes, sobre el Mediterráneo
14. Nenúfares sobre nubes en el río Lobos
15. Dibujos de luz sobre el agua, Menorca
16. Luna llena en el cementerio de Atienza
17. Isla Vedra bajo la bruma
18. Lago del amor, Brujas
19. Hojas de haya a contraluz
20. Gaviota volando sobre el mar, Cala Macarela
21. Cuadro abstracto de sal, salinas de Torrevieja
22. Castillo de Atienza en la noche estrellada
23. Cabo de Formentor al atardecer
24. Lluvia sobre el canal, Brujas
25. Arena tostada, Playa de Caballería
26. Arcos sobre la arena, Playa de las Catedrales
27. Arbusto sobre la nieve, Guadarrama
28. Arbusto sobre fondo marino
29. Árbol siniestro, Hayedo de Montejo
30. Árbol seco, Burgos
31. Abadía del Mont Saint-Michel


*COPYRIGHT FOTOS*
Oscar Nóbregas





 



COPYRIGHT  OSCAR NÓBREGAS




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EMAIL CONTACTO: oscarnobregas#yahoo.es












 






Citas literarias


“Leed libros alentadores de espíritu, que os inciten a ser cada día mejores”.
SWETT MARDEN




“Escribir es robar vida a la muerte.”
ALFREDO CONDE








“Un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre.”
FRANCOIS MAURIAC









“El poder de la literatura es que es posible contar la vida.”
CHARLES BUKOVSKI





“Escribir: la única manera de conmover a otros sin ser incomodados por su rostro.”
JEAN ROSTAND








“Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma.” 

CICERÓN 







“No es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos.”
SÉNECA








“Un mismo texto admite infinito número de interpretaciones.”

FRIEDRICH NIETZSCHE 







“La lectura cura los dolores del alma.”
ANÓNIMO








“Un libro abierto es una mente que habla. Un libro cerrado es un amigo que espera.”

PROVERBIO HINDÚ 







“Un buen libro, es el mejor de los amigos.” 
RUBÉN DARÍO








“Leer mucho aviva el ingenio de los hombres.”

SCHILLER 







“Amar a la lectura es trocar horas de hastío por horas deliciosas."
JOHN F. KENNEDY








“Un libro es una voz viviente; una inteligencia que nos habla.” 
SAMUEL SMILES








“El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no, biblioteca en su casa paterna.” 
EDMUNDO DE AMICIS








“Ningún hombre carece de amigos, mientras cuente con la compañía de buenos libros.”
SCHILLER









“Preferiría vivir pobre en un desván con muchos libros, que ser un rey a quien no le gustara leer.”
THOMAS MACAULAY





"La televisión es muy educativa: siempre que alguien la enciende, cojo un libro y me voy a mi cuarto a leer."
GROUCHO MARX



"Hay imágenes en los escondrijos de los libros, que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres."
FERNANDO PESSOA



 




Poesías y Canciones
OJALÁ

Ojalá que las hojas no te toquen
el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro
que baja por tu cuerpo,
ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.

Ojalá se te acabé la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones,
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

Ojalá que la aurora no dé gritos
que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido
de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

Silvio Rodríguez


DE ALGUNA MANERA

De alguna manera tendré que olvidarte,
por mucho que quiera no es fácil, ya sabes,
me faltan las fuerzas, ha sido muy tarde
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Las noches te acercan y enredas el aire,
mis labios se secan e intento besarte.
Qué fría es la cera de un beso de nadie
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Las horas de piedra parecen cansarse
y el tiempo se peina con gesto de amante.
De alguna manera tendré que olvidarte
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Luis Eduardo Aute







TE ALEJAS

Te alejas bajo la oscuridad del parque
 con paso firme, inalcanzable.
Se diluye tu figura rojiza por calles estrechas
hasta que te traga la noche.

Aturdido, te busco entre luces y semáforos...
Nado sobre el asfalto y acabo hundido en la desolación.
Tu silueta tan sólo es un punto en el horizonte,
un punto lejano en el abismo de la ciudad.

Te alejas.
Mi corazón cansado no puede seguirte
y se amohína ahogado en soledad.

Me siento desnudo.
Tus brazos y tu pelo ya no me arropan,
no puedo sentir el calor de tu cuerpo
en mitad del otoño sombrío.

Estoy solo.
No encuentro tus ojos azules ni tus besos,
las hadas de tus labios se desdibujan
en mi fría almohada.

Te alejas.
La llama del amor se apaga.




Oscar Nóbregas 














POEMA 20

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."

El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca,
y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear
los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta
la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.



Pablo Neruda




LIBRE TE QUIERO

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña,
pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera, pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza,
pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.



Agustín García Calvo



A UN OLMO SECO 

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

El olmo centenario en la colina,
un musgo amarillento
le lame la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas, olmo,
quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera también,
hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.



Antonio Machado

(Adapt. Juan Manuel Serrat)



PARA LA LIBERTAD


Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho
dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales,
y entro en los algodones
como en las azucenas.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos
y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida. 



Miguel Hernández

(Adapt. Juan Manuel Serrat) 












PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO

Madre, yo al oro me humillo;
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado,
de continuo anda amarillo;
que pues doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero es don dinero.

Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña,
viene a morir en España
y es en Génova enterrado;
y pues quien le trae al lado es hermoso,
aunque sea fiero,
poderoso caballero es don dinero.

Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y, pues rompe él recatos
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero es don dinero.

Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;
y, pues hace las bravatas
desde su bolsa de cuero,
poderoso caballero es don dinero.



Francisco de Quevedo

(Adapt. Paco Ibáñez)





DESMAYARSE

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,


leal, traidor, cobarde y animoso;


no hallar fuera del bien centro y reposo,


mostrarse alegre, triste, humilde,


altivo, enojado, valiente, fugitivo,


satisfecho, ofendido, receloso;


huir el rostro al claro desengaño,


beber veneno por licor suave,


olvidar el provecho, amar el daño;


creer que el cielo en un infierno cabe;


dar la vida y el alma a un desengaño,


esto es amor, quien lo probó lo sabe.




Lope de Vega





LA MALA REPUTACIÓN

En mi pueblo, sin pretensión,

tengo mala reputación,
haga lo que haga es igual
todo lo consideran mal.

Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
queriendo vivir fuera del rebaño.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.

Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural.

En la fiesta nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar,
en el mundo, pues,
no hay mayor pecado
que el de no seguir
al abanderado.

No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo,
salvo los mancos, quiero y no puedo.

Si en la calle corre un ladrón
y a la zaga va un ricachón
zancadilla pongo al señor
y aplastado el perseguidor.
Esto sí que sí, que será una lata
siempre tengo yo que meter la pata.

No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.

Todos tras de mí a correr,
salvo a los cojos, es de creer.


Georges Brassens

(Adapt. Paco Ibáñez)




PALABRAS PARA JULIA 

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable, interminable.
Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.

Un hombre solo, una mujer así tomados,
de uno en uno son como polvo,
no son nada, no son nada.

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:

Nunca te entregues
ni te apartes junto al camino,
nunca digas no puedo más
y aquí me quedo, aquí me quedo.

La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.

No sé decirte nada más
pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino, en el camino.

Pero tú siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.


José Agustín Goytisolo

(Adapt. Paco Ibáñez)





ME QUEDA LA PALABRA

Si he perdido la vida, el tiempo,

todo lo tiré como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre,
todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los ojos para ver el rostro puro
y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Blas de Otero












Palabras que marcan
Libros 

LA ODISEA, CANTO I
HOMERO 
 
Háblame oh, Musa, de las desdichas de aquel ingenioso y astuto varón, que anduvo tiempo errante por el mundo, tras haber destruido los sagrados muros de Ilion, que visitó muchas ciudades y conoció el modo de ser de numerosas personas; que, en el mar, supo de tantos padecimientos para lograr su propia salvación y el retorno de sus compañeros; mas no pudo salvarlos, a pesar de todos sus esfuerzos, ya que perecieron a causa de sus propios errores. ¡Insensatos! Comieron los rebaños del Sol, hijo de Hiperión, el cual no permitió que regresaran a sus lares. Cuéntanos, diosa, hija de Zeus, algunas de tales aventuras.

PRÓLOGO DEMIAN
HERMANN HESSE
Pocos saben hoy qué es el hombre. Muchos lo presienten y por ello mueren más tranquilos, como yo moriré cuando haya de escribir esta historia.
No puedo adjudicarme el título de sabio. He sido un hombre que busca y aún lo sigo haciendo; pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que comienzo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre. 

Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose. 

La vida de todo hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. Todos llevan consigo, hasta el fin, los restos de su nacimiento, viscosidades y cáscaras de un mundo primario.



RAYUELA, CAPÍTULO 7
JULIO CORTÁZAR




Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. 

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.



 LOS ASESINATOS DE LA CALLE MORGUE
EDGAR ALLAN POE
Una rareza de mi amigo era que adoraba la noche por la noche misma, y me entregué a esta rareza suya, como a casi todas las otras que demostró. Con las primeras luces del alba, cerrábamos todas las persianas del antiguo edificio y encendíamos un par de velas que lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con la ayuda de estas velas nos dedicábamos a soñar, leer, escribir o conversar, hasta que el reloj nos anunciaba la llegada de la verdadera Oscuridad. Entonces salíamos a la calle vagando por ahí hasta muy tarde.



 CRIMEN Y CASTIGO
FIODOR DOSTOYEVSKI


Por lo pequeña que era, recibió el golpe en la misma cima del cráneo. Exhaló un grito, pero muy débil. Raskolnikov le asestó un segundo golpe y enseguida un tercero, con el lado romo de la hoja y también en lo alto del cráneo. Saltó la sangre como de un vaso volcado y el cuerpo se desplomó de espaldas. Él retrocedió un paso cuando la vio caer y al momento se agachó para ver la cara. La vieja estaba muerta. Los ojos parecían saltársele de las órbitas y la frente y todo el rostro los tenía convulsamente contraídos. Puso el hacha en el suelo junto a la muerta y le registró uno de los bolsillos, procurando no mancharse de sangre.
Raskolnikov estaba en pleno dominio de sus facultades, pero aún le temblaban las manos.










MOMO
MICHAEL ENDE





Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Muy pocas personas saben escuchar de verdad y la manera en que lo hacía ella era única. 
Momo sabía escuchar de tal forma que a la gente se le ocurrían de pronto ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y simpatía. Mientras tanto miraba con sus grandes ojos negros, y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.


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A Beppo le gustaban esas horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario. Cuando barría las calles, lo hacía despacio pero con constancia. Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí, se le ocurrían pensamientos. Eran pensamientos sin palabras; pensamientos tan difíciles de comunicar, como un olor o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, se sentaba con Momo y charlaban:

—A veces tienes ante ti una calle larguísima —le decía—. Te parece tan terriblemente larga que crees que nunca podrás acabarla; y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cuando levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Te esfuerzas más todavía y al final está sin aliento... Así no se debe hacer.
Reflexionó durante un rato, y después siguió hablando:
—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que concentrarse en el paso siguiente, en la siguiente barrida; nunca nada más que en la siguiente. Entonces es divertido, y, eso es importante, porque así se hace bien la tarea.









MEMNÓN O LA SABIDURÍA HUMANA
VOLTAIRE





Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo; locura que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:
—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa, me diré a mí mismo: "Llegará un día en que esa cara se llene de arrugas; esos bellos ojos perderán su brillo; ese busto firme y turgente se volverá fofo y caído; esa abundancia de pelo se trocará en calvicie." Me bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza, para que no me haga perder la mía. 

Lo segundo, siempre seré sobrio, por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré con sobriedad y, con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado; tengo un capital que me produce buena renta. Con ello puedo vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna.

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—¡Ay! —replicó Memnón— ¿Y por qué no viniste anoche para evitar que hiciera tanto disparate?
—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.
—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.
—No —contestó el genio—. Como tampoco es posible ser del todo sano o feliz.








EL VIAJE DE NILS HOLGERSSON
SELMA LAGERLÖF




Tenía hambre. Como no había comido en toda la jornada, cayó en la cuenta de que era preciso hacerlo, pero, ¿dónde encontrar algo? En el mes de marzo ni la tierra ni los árboles ofrecen nada que comer... ¿Quién le daría albergue? ¿Quién le prepararía el lecho? ¿Quién le calentaría en su refugio? ¿Quién le protegería contra las bestias salvajes?
El sol se había extinguido en la lejanía. El lago esparcía un frío terrible. Las tinieblas caían del cielo sobre la tierra; la noche iban dejando al pasar sus huellas espantables y en el bosque se percibían ruidos y susurros que ponían espanto en el alma.

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Al día siguiente, prosiguiendo su viaje, los patos remontaron el valle azul. Era en aquella región el primer día hermoso de primavera. Hasta entonces la primavera había avanzado entre lluvias y tempestades. Debido a este esplendido tiempo repentino, la nostalgia del verano y de las verdes florestas se apodera de los hombres y les hace muy penoso el trabajo cotidiano. 

Cuando los patos silvestres pasaban altos, muy altos por encima de la tierra, no había ningún campesino que no interrumpiera su tarea para seguirlos con la visión puesta en la lejanía.

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Nadie debe vanagloriarse de ser más que el otro y sólo debéis alegraros de poder cruzar serenamente vuestra mirada y que al trataros haya en vuestro ánimo esa palidez que es el contento de la vida.


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Los patos silvestres pasaron sobre el Bohuslän, y cuando hubieron doblado las rocosidades de la costa aún les fue posible ver nuevamente el sol enorme y encendido, encima de las olas donde iba a abismarse. Al ver el mar libre e infinito y el sol de la tarde, purpúreo, de un resplandor tan suave que no podía fijar en él la mirada; Nils sintió que entraban en su alma una gran paz y una gran seguridad. Es una bella cosa ser libre y tener el espacio abierto ante sí.












EL SATIRICÓN 
PETRONIO

¿No es acaso un nuevo arrebato de las furias el que agita a los declamadores cuando gritan: "Estas heridas que veis las recibí por la libertad del pueblo y este ojo lo perdí por vosotros?

¿Por qué no me dais un guía que me conduzca a mis hijos? Mis rodillas truncadas no me aguantan el peso del cuerpo."

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¿Pueden hacer algo las leyes allí donde el único señor es el dinero?

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Era tal el encanto de su voz, tan dulce el sonido que acariciaba el aire, que me parecía estar oyendo un coro de sirenas entre las brisas.








LA METAMORFOSIS
FRANZ KAFKA








Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuyas prominencias apenas sí podía aguantar la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

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A Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto, fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a apoyarla sobre el suelo varias veces. 
Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía haber sido adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos le contemplaban tristes y pensativos.








MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
FRIEDRICH NIETZSCHE






El hombre de élite se busca instintivamente su torre de marfil; un reducto en el que se vea libre de la masa, del vulgo, de la muchedumbre, donde pueda olvidar "el hombre", la regla a la cual constituye la excepción.

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La independencia es cosa de una reducida minoría; es el privilegio de los fuertes. El independiente se aísla y se deja desgarrar jirón a jirón por algún minotauro oculto en las cavernas de su conciencia.








EL EXTRANJERO
ALBERT CAMUS
El capellán me miró con cierta tristeza. Su presencia me pesaba y me molestaba. Iba a decirle que se marchara, cuando gritó volviéndose hacia mi: "¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha deseado usted otra vida!" Le contesté que naturalmente era así, aunque no tenía la mayor importancia. Quería seguir hablándome de Dios, pero me adelanté y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo antes de la ejecución. No quería perderlo con Dios. Me preguntó por qué le llamaba señor y no padre. Esto me irritó y le contesté que no era mi padre.
— Tiene el corazón ciego, rogaré por usted —dijo el cura. Entonces algo se rompió dentro de mí. Le insulté y le dije que no rogara y que más le valía desaparecer. Le tomé por el cuello de la sotana; vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos donde se mezclaban el gozo y la cólera. El sacerdote parecía estar muy seguro de sus convicciones. Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un solo cabello de mujer.







EL SOBRINO DE RAMEAU
DENIS DIDEROT


Haga buen o mal tiempo, tengo la costumbre de pasear, hacia las cinco de la tarde, por el Palais Royal. 
Yo soy aquel que medita, siempre solo, en el banco de Argenson. Converso conmigo mismo de política, de amor, de arte o de filosofía. Abandono mi espíritu a un libertinaje completo. Le permito que siga la primera idea que se presente, sea sabia o necia...


Mis ideas: ésas son mis amantes.








PENAS DEL JOVEN WERTHER
GOETHE

No, no me engaño; leo en sus ojos negros el verdadero interés que le inspiran mi persona y mi suerte. Sé que me ama. 
No conozco hombre alguno capaz de robarme el corazón de Carlota y, a pesar de ello, cuando habla de su futuro esposo con todo el calor, con todo el amor posible, me hallo como el desgraciado al que despojan de todos sus títulos y honores, y le obligan a entregar su espada.
¡Qué sensación tan grata inunda todas mis venas, cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío... El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir esas insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su aliento se confunde con el mío, creo morir como herido por el rayo.








SIDDARTHA
HERMANN HESSE

A la sombra de la casa y bajo el sol, a la orilla del río y junto a las barcas, a la sombra del bosque de sauces y el huerto de higueras creció Siddhartha, el hermoso hijo del brahmán.


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Siddhartha se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en su mano.
—Esto —dijo jugueteando— es una piedra, y dentro de un tiempo determinado quizá sea tierra, y esa tierra se convierta en planta animal o ser humano. Sí, puedo amar una piedra, Govinda; así como a un árbol y hasta a un pedazo de corteza.

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Siddhartha vio negociar a muchos mercaderes, vio príncipes que iban de cacería, gente enlutada que lloraba a sus muertos, prostitutas que se ofrecían, médicos que curaban, sacerdotes que fijaban el día de la siembra, amantes que se amaban... Todo mentía, todo era hediondo, todo rezumaba engaño y simulaba tener sentido.

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Silencioso, Siddhartha solía permanecer bajo el calor vertical del sol, ardiendo de sed y de dolor, hasta que ya no sentía dolor ni sed.
Reflexionaba hondamente como sumergiéndose en aguas muy profundas hasta tocar fondo, en el lugar donde reposan las causas últimas. Desentrañar esas causas era, según él, la verdadera forma de pensar. Sólo así las sensaciones se convierten en conocimientos y, en vez de diluirse, adquieren contenido y empiezan a irradiar lo que hay en ellas.

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Al tomar conciencia de su soledad, sintió que algo semejante a un pájaro o una liebre se le helaba en el pecho.
Y en ese mismo instante en que el mundo que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se quedó solo como una estrella en el firmamento, en aquel momento de frialdad y desánimo se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte, más posesionado que nunca de su propio Yo.



LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN
CARLOS CASTANEDA


Don Juan usó por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote, toloache y un hongo mexicano. Desde antes de su contacto con europeos, los indios americanos conocían las propiedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería y para alcanzar un estado de éxtasis. La importancia de las plantas consistía para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción peculiar en el ser humano. Los llamaba estados de realidad no ordinaria, en el sentido de realidad inusitada contrapuesta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana.


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En nuestras conversaciones don Juan usaba a menudo la palabra hombre de conocimiento.
—Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender —decía.
—¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?—No, no cualquiera. Uno se hace un hombre de conocimiento por un instante muy corto.
—¿Qué tengo que hacer para llegar a ese punto, don Juan?
—Tienes que ser un hombre fuerte, y tu vida tiene que ser verdadera.
—¿Qué es una vida verdadera?
—Una vida que se vive con la certeza nítida de estar viviéndola.









SOBRE EL AMOR Y LA SOLEDAD
KRISHNAMURTI


Nadie puede vivir sin relación. Uno podrá retirarse a las montañas, convertirse en monje, marcharse completamente solo al desierto; pero está relacionado. No puede escapar de ese hecho en absoluto. No puede existir en aislamiento.

Su mente podrá pensar que existe en el aislamiento pero, aun en ese aislamiento, uno está relacionado. La vida es relación. No podemos sobrevivir si hemos construido un muro alrededor de nosotros.

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La comparación nos impide mirar plenamente. Yo te miro a ti, que eres una persona agradable, pero digo: "conozco a una persona mucho mejor" o "conozco a una persona más estúpida."


Cuando hago esto no te estoy mirando a ti. Para mirarte de verdad no debo compararte con otra persona.

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Digamos que poseo a alguien como esposa o como marido. ¿Comprenden lo que significa poseer? Uno posee su abrigo. Si alguien nos lo sustrajera, nos sentiríamos enojados, porque considera su abrigo como de su propiedad. Posee eso y se siente enriquecido gracias a la posesión.


La posesión crea una barrera respecto al amor. Si yo me siento dueño de alguien, si lo poseo, ¿es eso amor? Poseo a una persona como poseo un automóvil, porque en la posesión me siento rico. Este adueñarse de alguien, este depender, es lo que llamamos amor. Pero si lo examinan verán que, tras de ello, la mente se siente satisfecha en el hecho de la posesión.

Cuando poseo a una persona, cuando considero a esa persona como "mía", ¿hay amor? Obviamente no. Tan pronto mi mente crea un cerco alrededor de esa persona no hay amor. Cuando hay abnegación, olvido de nosotros mismos, entonces es posible el amor.








EL MUNDO DE SOFÍA
JOSTEIN GAARDER
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.

Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una urbanización y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no existía ninguna casa más. 

Allí comenzaba el espeso bosque. 

Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes. Esa tarde sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía. "Sofía Amundsen", ponía en el pequeño sobre. "Camino del trébol nº 3". Eso era todo; no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía saludos ni remitente; sólo esas dos palabras escritas a mano con dos grandes interrogaciones. Volvió a mirar el sobre. Sí la carta era 
para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?


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Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería a 
ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.

En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia. ¿Por qué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el mundo y de cuál fue su origen? Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y en todas partes la gente se interesaba sólo por cosas superficiales. Para ella había unas cuestiones mucho más grandes, cuyo estudio era mucho más importante que las asignaturas corrientes del colegio.

¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al menos, le parecía más interesante pensar en
ellas, que estudiarse de memoria los verbos irregulares.


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Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de
 dos mil años, pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir, que las preguntas filosóficas surgen por sí mismas. 

Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el prestidigitador un pañuelo blanco en un conejo vivo? A muchas personas el mundo les parece tan inconcebible como cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de copa que hace un momento estaba completamente vacío. En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues nosotros mismos andamos por la Tierra formando parte de él. En realidad, somos el conejo blanco que se saca del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo blanco, es simplemente que el conejo no tiene sensación de participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos. Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría desvelar ese misterio.

En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos minúsculos que estamos muy dentro de la piel del conejo. Pero los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos finos pelillos para mirar a los ojos del prestidigitador. 

Lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es tener la capacidad de asombro.







EL MONO DESNUDO
DESMOND MORRIS













En una jaula de cierto parque zoológico hay un rótulo en el que dice: "Este animal es nuevo para la ciencia". Dentro de la jaula se encuentra una pequeña ardilla. Tiene los pies negros y procede de África. Ninguna ardilla había sido hallada anteriormente en aquel continente. ¿Qué hay en su modo de vida que ha hecho de ella un ejemplar único? ¿En qué se diferencia de las otras 366 especies de ardillas ya conocidas y estudiadas? En algún punto de la evolución de la familia de las ardillas, los antepasados de este animal debieron de separarse del resto y establecerse como raza independiente.
Hay 193 especies de simios y monos. 192 de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo Sapiens. Esta rara y floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas motivaciones, y una cantidad de tiempo igual ignorando concienzudamente las fundamentales.

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El mono de los bosques, convertido sucesivamente en 
mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural. El progreso le condujo en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de naves espaciales.

Es un historia emocionante, pero el mono desnudo corre el peligro de quedar deslumbrado por ella y olvidar que, debajo de su pulida superficie, sigue teniendo mucho de primate... Incluso el mono espacial tiene que orinar.






INTRODUCCIÓN AL PSICOANÁLISIS
SIGMUND FREUD
















Hemos investigado, en primer lugar, las condiciones en las cuales se produce la equivocación oral. Sin duda, el lapsus presenta un sentido propio. La equivocación oral está considerada como un acto psíquico completo, con su fin propio, y como una manifestación de contenido y significación peculiares. 
Cualquiera de nosotros que tenga ya tras de sí una experiencia larga de la vida, puede decir que sin duda se hubiera ahorrado muchas desilusiones y dolorosas sorpresas, si hubiera tenido el valor y la decisión de interpretar los pequeños actos fallidos que se producen en las relaciones entre los hombres, como signos premonitorios de intenciones que no le son reveladas. 
Pero la mayoría de las veces no nos atrevemos a llevar a cabo tal interpretación, pues tememos caer en la superstición pasando por encima de la ciencia.






EL LIBRO DEL DESASOSIEGO
FERNANDO PESSOA








He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios. Pertenezco a esa especie de hombres que están siempre al margen de lo que pertenecen. He considerado que Dios, siendo improbable, podría existir, pudiendo pues, ser adorado; pero que la humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando otra cosa que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. 
No sabiendo lo que es la vida religiosa porque no se tiene fe con la razón, nos queda como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.


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Hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría. Lo que nos cansa porque nos cansa; lo que nos descansaría, porque la idea de obtenerlo nos cansa. Hay abatimientos del alma por debajo de toda la angustia y de todo el dolor.
Vivir me parece un error metafísico de la materia, un descuido imperdonable de la inacción.


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Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado. Un haz de parte del sol, un poco de sosiego con un pizca de pan, no pesarme mucho el conocer que existo y no exigir nada de los demás, ni exigir ellos nada de mí.
Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo; solo como siempre he estado, solo como siempre estaré.


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Ya lo he visto todo, hasta lo que nunca he visto, y lo que nunca veré. Y asomado al antepecho, sobre el volumen variado de la ciudad entera, sólo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de no pensar, de no sentir, de dejar atrás como un papel de envolver, el curso del sol y de los días; de quitarme, como un traje pesado al borde del lecho, el esfuerzo involuntario de ser.






SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR
MIGUEL DE UNAMUNO


"Venceréis, pero no convenceréis"











Yo empecé entonces a temer por mi pobre hermano. Desde que se nos murió don Manuel no cabía decir que viviese. Visitaba a diario su tumba y se pasaba las horas muertas contemplando el lago. Sentía morriña de la paz verdadera.
— No mires tanto el lago —le decía yo.
— No hermana, no temas. Es otro el lago que me llama; es otra la montaña. No puedo vivir sin él.
—¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?
— Eso para otros pecadores, no para nosotros que le hemos visto la cara a Dios.
— ¿Qué, te preparas para ir a ver a don Manuel?
— No, hermana, no. Ahora aquí en casa, entre nosotros solos, toda la verdad, por amarga que sea, amarga como el mar a que van a parar las aguas de este dulce lago, toda la verdad para ti, que estás abroquelada contra ella...
— ¡No, Lázaro, ésa no es la verdad!
— La mía, sí.
— La tuya; pero y la de...
—También la de él.
—¡Ahora no, Lázaro, ahora no! Ahora cree otra vez, ahora cree...
— Mira, Ángela: una de las veces en que al decirme don Manuel que hay cosas que aunque se las diga uno a sí mismo debe callárselas a los demás, le repliqué que me decía eso por decírselas a él, esas mismas, así mismo, acabó confesándome que creía que más de uno de los más grandes santos, acaso el mayor, había muerto sin creer en la otra vida.
—¿Es posible?
—¡Y tan posible! Y ahora hermana, cuida que no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto...
—¿Sospecharlo? —le dije—. Si intentase, por locura, explicárselo, no lo entenderían.

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Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a mi san Manuel, al padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que carnal, espiritual, ahora me doy cuenta de que he envejecido. Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he envejecido?¡Hay que vivir! ¡Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma de la aldea; a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí.







LA COLMENA
CAMILO JOSÉ CELA











Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa el mundo es su café, y alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un duro por nada de este mundo; ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas sin más ni más, por entre las mesas.









DON QUIJOTE DE LA MANCHA
MIGUEL DE CERVANTES









Media noche era por filo, poco más o menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo oscura, por hallar en su oscuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, maullaban gatos, cuyas voces, de diferente sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal agüero; pero, con todo eso, dijo a Sancho:
—Sancho hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizá podrá ser que la hallemos despierta.
—¿A qué palacio tengo que guiar, cuerpo de sol, que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?
—Debía de estar retirada entonces —respondió don Quijote— en algún apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas, como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.
—Señor —dijo Sancho—, ya que vuesa merced quiere, a pesar mío, que sea alcázar la casa de Dulcinea, ¿es hora ésta, por ventura, de hallar la puerta abierta? Y ¿será bien que demos aldabazos para que nos oigan y nos abran, metiendo en alboroto y rumos toda la gente? ¿Vamos por dicha a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea?
—Hallemos primero el alcázar —replicó don Quijote—; que entonces yo te diré lo que será bien que hagamos. Y advierte, Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande que desde aquí se descubre, debe ser el palacio de Dulcinea.
—Quizá sea así —respondió Sancho—, aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer que ahora es de día... 
Guió don Quijote, y habiendo andado como doscientos pasos, dio con el bulto y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos topado, Sancho.
—Ya lo veo —respondió el escudero—. Y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura; que no es buena señal andar por los cementerios a tales horas.


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Así como don Quijote se emboscó en la floresta junto al Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver por su cautivo caballero, y se dignase a echarle su bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas. 
Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba.
—Anda hijo —le animó don Quijote—, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe de contenta en la almohada... Si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado. Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacará yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en el interior del alma pasa.








HAMLET
SHAKESPEARE

















¡Ser, o no ser, ésa es la cuestión!
¿Qué debe más dignamente optar el alma noble: sufrir de la fortuna impía el porfiador rigor, o rebelarse contra un mar de desdichas y afrontándolo desaparecer con ellas? Morir, dormir, no despertar más nunca, poder decir todo acabó; en un sueño sepultar para siempre los dolores del corazón, los mil quebrantos que heredó nuestra carne.
¡Quién no ansiara concluir así!
Morir... quedar dormidos.... Dormir... ¡tal vez soñar!
¡Ay! Allí hay algo que nos detiene... Cuando del mundo no percibamos ni un rumor, ¡qué sueños vendrán en ese sueño de la muerte! Eso es, eso es lo que hace el infortunio planta de larga vida.
¿Quién querría sufrir del tiempo el implacable azote, del fuerte la injusticia, del soberbio el áspero desdén, las amarguras del amor despreciado, las demoras de la ley, del empleado la insolencia, la hostilidad que los mezquinos juran al mérito pacífico, pudiendo de tanto mal librarse él mismo, alzando una punta de acero? ¿Quién querría seguir cargando en la cansada vida su fardo abrumador?...
Pero hay espanto ¡allá del otro lado de la tumba! La muerte, aquel país que todavía está por descubrirse, país de cuya lóbrega frontera ningún viajero regresó, perturba la voluntad, y a todos nos decide a soportar los males que sabemos más bien que ir a buscar lo que ignoramos.
Así, ¡oh conciencia!, de nosotros todos haces unos cobardes, y la ardiente resolución original decae al pálido mirar del pensamiento. Así también enérgicas empresas, de trascendencia inmensa, a esa mirada torcieron rumbo, y sin acción murieron.









LA DIVINA COMEDIA
DANTE ALIGHIERI












Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida, cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino recto. 
¡Ah! ¡Cuán penoso es referir lo horrible e intransitable de aquella cerrada selva, y recordar el pavor que puso en mi pensamiento! No es de seguro mucho más penoso el recuerdo de la muerte. Más para hablar del consuelo que allí encontré, diré las demás cosas que me acaecieron. No sé fijamente cómo entre en aquel sitio: tan trastornado me tenía el sueño cuando abandoné la senda que me guiaba. Mas viéndome después al pie de una colina en el punto donde terminaba el valle que tanta angustia había infundido en mi corazón, miré a lo alto y vi su cima dorada. 
Y como aquel que saliendo anhelante fuera del piélago al llegar a la playa, se vuelve hacia las olas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, azorado aún, retrocedió para ver aquel lugar de donde no salió jamás alma viviente.

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Ahuyentó el profundo sueño que embargaba mi mente, un fuerte trueno, con lo que desperté sobresaltado como hombre que vuelve por fuerza en sí; y levantándome, moviendo tranquilamente la vista en torno, miré con atención para reconocer el sitio en que me hallaba. No pude dudar que estaba a la orilla del doloroso valle del abismo, donde resuena el rumor de lamentos sempiternos. Tan lóbrego, profundo y sempiterno era, que por más que intenté penetrar en el fondo con la vista, no conseguí distinguir objeto alguno.
—Descendamos ahora allá abajo, al mundo de las tinieblas —empezó a decirme Virgilio, cuyo semblante estaba desencajado— yo iré delante: tú seguirás mis pasos.
Pero advirtiendo su palidez, le dije:
—Y ¿cómo he de ir, cuando tú mismo, que sueles infundirme aliento, está atemorizado?
—La angustia —me respondió— de los que yacen en ese abismo, es la que pinta en mi rostro una compasión que tú has atribuido a temor. Sigamos marchando, que el camino es largo, y hemos de darnos prisa. Y se introdujo, y me hizo entrar en el primer círculo que rodeaba la infernal mansión... Allí, según lo que podía yo percibir, no eran lamentos los que se oían, sino suspiros que conmovían aquellas eternas bóvedas, y que exhalaban en su pena, no en su tormento, una multitud de mujeres y varones.







MOBY DICK
HERMAN MELVILLE













Llamadme Ismael, si no os importa. Hace ya varios años, no sabría exactamente cuántos, en ocasión de hallarme con el bolsillo vacío y sin nada en tierra que consiguiera interesarme, tuve la ocurrencia de hacerme a la mar. Se me antojó como el mejor modo de combatir mi aburrimiento y de purificar en cierto modo mi alma. Ocurre en mí, que, de vez en cuando, me veo atacado por extraños ramalazos de melancolía. En tales casos, nada más bueno y saludable, a mi manera de ver, que tomar una resolución de tipo heroico. En lo que a mí se refiere, mi atracción por el agua salada viene de lejos, de siempre, es decir, por instinto; y por esa endiablada sed de aventuras que me ha impedido siempre arraigar en alguna parte. ¡Y cómo disfruto cuando me veo en lo alto de las jarcias, contemplando el rebullir de las olas bajo mis pies, o viendo perderse a lo lejos las masas de cemento de las ciudades agitadas! 
A pesar de todo no dejo de pensar por qué, después de haber oxigenado mis pulmones durante tantos años a través de todos los mares, se me coló en la cabeza la idea de hacerme de nuevo a la mar, tras la inquietante y peligrosa espuma de una gran ballena.









LA ISLA DEL TESORO
R.L. STEVENSON














Soy Jim, y el magistrado Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros amigos míos, me han encargado que describa minuciosamente todo cuanto sucedió en la Isla del Tesoro, desde el principio hasta el fin, sin dejar en el tintero otra cosa que la situación geográfica de la isla, y esto porque todavía quedan riquezas que forman parte del botín rescatado. 
Comienzo pues, mi relato, remontándome a aquellos tiempos, ya lejanos, en que mi padre era dueño de la hostería de El Almirante Benbow, y un viejo lobo de mar, de rostro moreno y curtido por la intemperie, cruzado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo, entró como huésped de nuestra casa. Como si fuese ayer, recuerdo perfectamente la llegada de aquel hombre, que se presentó en la hostería renqueando y seguido de una carretilla en la que transportaba un pesado cofre marinero. La embreada coleta caíale sobre la espalda, rozando su vieja casaca azul llena de manchas. Todavía me parece que le estoy viendo escudriñar la ensenada cercana silbando entre dientes. Y de pronto, mientras se acercaba a la posada, entonar aquella extraña y antigua canción marinera que más tarde le oiría tararear muchas veces:

Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ja, ja, ja!
¡Y un gran frasco de ron!


Al llegar a la hostería, golpeó con fuerza la puerta valiéndose de un bastón largo y delgado como un espeche artillero; y cuando acudió mi padre le pidió, con tono destemplado, que le sirviera un vaso de ron.









VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
JULIO VERNE














Durante algunos días, pendientes espantosamente verticales nos llevaron a gran profundidad, a través de las paredes de granito. Algunas jornadas ganábamos legua y media y hasta dos leguas hacia el centro. Había descensos peligrosos, siéndonos de gran utilidad la destreza de Hans y su sangre fría. El impasible islandés se sacrificaba con indiferencia, y gracias a él salvamos más de un mal paso, del cual no hubiéramos sabido salir nosotros solos. Su mutismo aumentaba cada día, y aun creo que nos lo inoculaba. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. Quien se encierra tras cuatro paredes, acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos prisioneros se han vuelto locos por falta del ejercicio de las facultades mentales!


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Durante las dos semanas que sucedieron a nuestra última conversación, no se produjo ningún incidente digno de ser relatado. No encuentro en mi memoria más que un solo acontecimiento de gravedad suma, del que me sería difícil olvidar hasta lo más insignificante:
El 7 de agosto, nuestros sucesivos descensos nos habían llevado a 30 leguas de profundidad; es decir, que teníamos sobre nuestras cabezas 30 leguas de rocas, de océano, de continentes y de ciudades. Debíamos estar entonces a 300 leguas de Islandia. Aquella jornada el túnel seguía un plano poco inclinado. Yo iba delante, llevando uno de los aparatos de Ruhmkorff, y con él examinaba las capas de granito. De repente, volviéndome, advertí que estaba solo... Retrocedí, anduve por espacio de un cuarto de hora. Miré y no vi a nadie; llamé y no tuve respuesta... Mi voz se perdió entre los cavernosos ecos... Empecé a inquietarme. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.













ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA
FRIEDRICH NIETZSCHE







Si yo quisiera sacudir este árbol con mis manos, no podría. Pero el viento, que nosotros no vemos, lo maltrata y lo dobla hacia donde quiere. 
Manos invisibles son las que peor nos doblan y maltratan.

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¡Ved pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vomitan su bilis y lo llaman periódico. Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse. 
¡Ved pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas, y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, mucho dinero.
¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. 
Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer que la felicidad se asienta en él. Con frecuencia es el fango el que se asienta en el trono, y también a menudo el trono se asienta en el fango.

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El placer de ser rebaño es más antiguo que el placer de ser un yo; y mientras la "buena conciencia" se llame rebaño, nos harán creer que la mala conciencia dice: yo.

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Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho, y que hace voltearse todo lo que está de pie.















LA NÁUSEA
JEAN-PAUL SARTRE












Los cafés eran hasta ahora mi último refugio porque están llenos de gente y bien iluminados. Ni siquiera me quedará este recurso. Cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré dónde ir.
Sentía la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba. Un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo. Me había detenido en la puerta, no sabía ni entrar; y de repente se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el abrigo, y observé que se había estirado el pelo y que llevaba pendientes: no la reconocí. Madeleine sonreía.
—¿Qué toma usted, señor Antoine? Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento. Ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar los colores lentamente a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Desde ese instante la Náusea no me ha abandonado, me posee.

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Cuando tenía veinte años, me emborrachaba y enseguida explicaba que yo era un tipo del género de Descartes. Sabía muy bien que me hinchaba de heroísmo, pero me dejaba llevar, eso me gustaba. Al día siguiente sentía tanto asco como si me hubiera despertado en una cama vomitada. No vomito cuando estoy borracho, pero sería preferible. Ayer ni siquiera tenía la excusa de la embriaguez. Me exalté como un imbécil. Necesito limpiarme con pensamientos abstractos, transparentes como el agua.
Decididamente ese sentimiento de aventura no procede de los acontecimientos: ya tenemos la prueba. Más bien es la manera de encadenarse los instantes. Creo que esto es lo que pasa: de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena retenerlo. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentan en los instantes; lo que pertenece a la forma, lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. 















LA PESTE
ALBERT CAMUS







La mañana del 16 de abril el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. 
Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble buscando las llaves antes de subir al piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto.


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Un montón de enfermos dispersos acababa de morir inesperadamente de la peste.
El doctor Rieux procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido, había causado cerca de cien millones de muertos. Pero, ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra, apenas sabe ya nadie lo que es un muerto; y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando lo ha visto uno muerto. Cien millones de cadáveres sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación.















EL LOBO ESTEPARIO
HERMANN HESSE









Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario. No es gran cosa lo que sé de él; me han quedado desconocidos su pasado y su origen. El lobo estepario era un hombre de unos cincuenta años, que hace algunos fue a casa de mi tía buscando una habitación. Volvió a los pocos días con dos baúles y un cajón grande de libros, y habitó nuestra casa nueve o diez meses. Vivía tranquilamente y para sí. Era muy insociable, en una medida no observada por mí en nadie hasta entonces. Reconocía él mismo este aislamiento como su propia predestinación. 

Ya he consignado algunos detalles del aspecto exterior del lobo estepario. A primera vista, daba, desde luego, la impresión de un hombre superior, nada vulgar y de extraordinario talento. Su rostro, lleno de espiritualidad, reflejaban una vida excesivamente agitada, enormemente delicada y sensible. Poseía en asuntos del espíritu aquella serena objetividad, aquella segura reflexividad y sabiduría que sólo tienen las personas verdaderamente espirituales, a las que falta toda ambición y nunca desean brillar ni convencer a los demás, ni siquiera tener razón.














1984
GEORGE ORWELL












Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:

ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO

Una vez y otra, hasta llenar media página. No pudo evitar un escalofrío de pánico. Por un instante estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito. Sin embargo no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribirlo o no, era completamente igual. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido el crimental (crimen mental) como lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto durante años enteros, pero antes o después te descubrían. 
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Te despertabas sobresaltado, porque una mano te sacudía el hombro, una linterna te enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión se esfumaba de los registros; se borraba de todas partes cualquier referencia a lo que hubiera hecho, y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.

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—Los proles no son seres humanos —dijo Syme—. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda literatura del pasado quedará destruida: Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... serán transformados en algo muy diferente y convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan así: "la libertad es la esclavitud" cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significará no pensar, no necesitar el pensamiento. 
De pronto Winston tuvo la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad. A la Policía del Pensamiento no le gusta la gente así.

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En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. O´Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial con cara de cera y los guardias de negros uniformes.
—Levántate —dijo O´Brien—. Ven aquí. Winston se acercó a él. O´Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara. Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas las mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
— Lo odio.
—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta con que le obedezcas; tienes que amarlo. Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
— Habitación 101 —dijo. 
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston, dónde se hallaba, aproximadamente, en el gran edificio de ventanas. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación donde O´Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Winston había sido atado una silla tan fuerte, que no se podía mover en absoluto; ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás de una especie de almohadilla que le obligaba a mirar de frente. Se quedó solo un momento. Luego se abrió la ventana y entró O´Brien.
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Todos lo saben... La habitación 101 es lo peor del mundo.







CIEN AÑOS DE SOLEDAD
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ









Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó de ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. 
"Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." 
Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. 
Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabozo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer. 

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Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. 
Entonces dio otro salto para adelantarse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final, ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabase de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.










EL NOMBRE DE LA ROSA
UMBERTO ECO














Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, enseguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en el mundo cristiano; sino la mole de lo que después supe que era el edificio. En algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta. Sin embargo, me sentí amedrentado y presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra, el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina. 
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba, mi maestro se detuvo un momento y miró hacia un lado y otro del camino.
—Rica abadía —dijo. 
Al abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas. Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También, porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, Fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al abad.
—Os lo agradezco, señor cillerero —respondió cordialmente mi maestro—, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha.
—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.— ¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.
—¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?
—Es evidente que estáis buscando a Brunello —dijo Guillermo—, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra: pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular... Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraros.
Yo ya había descubierto hace mucho que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza.
—Y ahora decidme —pregunté sin poderme contener—. ¿Cómo habéis podido saberlo?
—Mi querido Adso —dijo el maestro—, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla, como por medio de un gran libro. 
Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos; dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. 
















EL HOBBIT
J.R.R. TOLKIEN










En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante con restos de gusanos y olor a fango; ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico como un túnel; un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas y suelos enlosados y alfombrados, provistos de sillas barnizadas, y montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. 
Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de hace un tiempo en la quietud del mundo, cuando había menos ruido y más verdor, y los hobbits eran todavía numerosos y prósperos, Bilbo Bolsón estaba de pie en la puerta del agujero, después del desayuno, fumando una enorme y larga pipa de madera que casi le llegaba a los dedos lanudos de los pies, Gandalf apareció de pronto. ¡Gandalf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo que yo he oído de él, estaríais preparados para cualquier cuento notable. Aventuras brotaban por dondequiera que pasaba, de la forma más extraordinaria.






DEMIAN
HERMANN HESSE








Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y le rodeaba.
Creí que tenía los ojos cerrados, pero luego vi que los mantenía abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia adentro, hacia una remota lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su rostro, de una palidez uniforme, era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y oculta vida.

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Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías ni la vida de mis compañeros.









RETAZOS DE UN BASTARDO
OSCAR NÓBREGAS


































Cristian decidió salir de la buhardilla. No soportaba por más tiempo el aire espeso que respiraba. Se le ocurrió continuar la lectura de aquellas hojas otro día; pero algo en su conciencia le dictaba que debía llegar al final sin más dilación, aunque en esos momentos estaba atenazado por la angustia y comenzaba a sentir miedo. Sentía miedo de la lechuza disecada, de las figuras de vudú, de los espectros goyescos pintados sobre la pared, del cuadro blanco con manchas rojas que le observaba desde el caballete. Incluso comenzó a tener miedo del propio Víctor. Los presentimientos acerca de una extraña muerte empezaron a hacerse cada vez más palpables. 
De pronto se incorporó bruscamente de la cama, agachó la cabeza y observó el hueco umbrío que había debajo de ella. Por unos instantes sintió pánico al pensar que el cadáver de Víctor pudiese estar allí... Se quedó quieto, con la vista fija en una de las patas de la cama. El miedo se apoderó de su mente con ideas calenturientas. Se imaginó cómo reaccionaria si de allí saliese una mano y le cogiese por el tobillo... De repente sintió crujir algo bajo el somier. Pegó un salto hacia un lado y cayó de espaldas sobre la alfombra persa. Se armó de valor, y con el mechero iluminó la oscuridad que reinaba bajo la cama...... Nada que temer. Allí debajo sólo había un montón de lienzos cubiertos de polvo.
Cristian se dio cuenta de que todas aquellas lecturas estaban consiguiendo provocarle brotes paranoicos. Se levantó de un salto, corrió hasta el lavabo y volvió a lavarse la cara con agua fría. Esta vez le pareció insuficiente. Abrió el grifo a tope y metió la cabeza para mojarse el pelo. Mientras el agua le chorreaba por la nariz y la barbilla se miró al espejo. Acercó el rostro y observó que sus ojeras se habían remarcado desde que estaba dentro de la buhardilla. Empezó a ver en sí mismo rasgos de Víctor; su propia mirada le pareció la de él... Cristian apagó la música melancólica de Albinoni y decidió centrarse en el cometido que le había llevado hasta allí. Le vino la imagen de Eva pidiéndole ayuda mientras se abrazaban y eso le hizo sacar fuerzas de flaqueza. Se sentó en la silla, hincó los codos sobre la mesa y continuó leyendo aquellas hojas que para él ya se habían convertido en una especie de maldición.

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Esa misma noche, tumbados sobre la playa de Frouxeira, observábamos el firmamento estrellado. Cayendo del cielo, empezaron a surgir las eternas preguntas sobre la enigmática existencia del universo. Eran las mismas preguntas que todos nos hemos planteado alguna vez a lo largo de nuestras vidas, aunque las respuestas siempre escapan al entendimiento limitado de la inteligencia humana: antes de la materia, del espacio y del tiempo, ¿qué había?...... ¿Cómo empezó todo?...... ¿Por qué motivo empezó?...... ¿Cuál es el origen?......
Todas estas cuestiones me producían una sensación de vértigo infinito. Pero lo que más me impresionaba no era el hecho de pensar que el universo hubiera surgido por una convulsión fortuita, sino saber que un ente llamado Homo Sapiens, el cual comenzó siendo polvo de estrellas, era capaz de preguntarse el porqué de aquella explosión, cuando sus propias partículas formaron parte de ella.
Intentando contestar estas preguntas, me sentía desbordado por la inmensidad del universo. La magnitud de estos misterios hacía que los conceptos humanos me pareciesen vanos. A menudo cerraba los ojos y veía la Tierra flotando entre galaxias perdida en la infinidad del espacio, diminuta y vulnerable como una mota de polvo... Entonces me preguntaba cómo era posible que en una porción de masa tan insignificante pudiese haber tantos problemas... Lo más desalentador era ser consciente de que en el fondo todo da igual. De la misma forma que una vez surgió vida en la Tierra, en algún momento se desvanecerá para siempre.

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Cristian decidió hacer otra pausa en la lectura y se dirigió a la estantería donde estaban colocadas las cintas de música. Eligió el Réquiem de Mozart y se dispuso a ponerlo en el cassette. De repente escuchó pisadas en la escalera de madera. Detuvo la cinta. Los pasos se acercaban cada vez más a la buhardilla. Sintió que alguien se paraba frente a la puerta. Su corazón se aceleró. Tres golpes secos rompieron el silencio. Cristian permaneció estático sin atreverse a respirar. Le vino a la mente el retazo de Víctor donde escribió que alguien había golpeado tres veces en la puerta de la buhardilla. Por un momento creyó revivir la escena como si él mismo fuera Víctor. Pero esa extraña reencarnación se desvaneció, cuando la persona que estaba allí afuera metió la llave en la cerradura. Quienquiera que fuese iba a encontrarle allí metido, rodeado de aquel lúgubre ambiente.
Forcejearon un buen rato pero no lograban abrir. El corazón se le salía del pecho. Tuvo el presentimiento de que era Víctor el que estaba al otro lado de la puerta. Probablemente no podía entrar porque la cerradura estaba viciada. Cristian pensó que sería un desatino dejarle marcharse. Después de tantas horas allí metido era una necedad permitir que su amigo se diera la vuelta y se fuese sin más. Sin embargo no movió ni un solo dedo. Mientras seguían forcejeando, imaginó la puerta abriéndose y tras ella a Víctor. Se vio fundiéndose con él en un abrazo desbordados por la emoción.
De pronto cesaron de forcejear. Tras unos segundos silenciosos se oyó el ruido de un papel deslizándose bajo el resquicio de la puerta. De nuevo se oyeron pasos. Esta vez bajaban la escalera. Cristian se acercó tembloroso hasta la entrada y comprobó que había un sobre negro en el suelo. Rápidamente lo abrió. Su interior contenía una hoja negra de papel de arroz. Desdobló expectante la hoja y pudo contemplar unos signos dibujados de color rojo intenso. Cristian giró el cuello en dirección al techo: eran exactamente los mismos símbolos cabalísticos que Víctor había pintado... Tragó saliva. No sabía qué hacer con aquel dibujo. Por fin se dirigió hacia el estante y cogió el Libro de Esoterismo, dispuesto a guardar allí aquel tétrico sobre negro. Sentado sobre la cama, Cristian abrió el libro al azar. Se quedó paralizado. Notaba que se le helaba la sangre. Había abierto las hojas por uno de los capítulos que hacían referencia a las cábalas. Allí estaban dibujados los mismos símbolos que se hallaban en el sobre... Creyó enloquecer. Por unos instantes pensó en bajar a toda prisa las escaleras para ver quién había dejado aquel misterioso dibujo, pero una fuerza invisible le impidió salir de la buhardilla... Permaneció tumbado sobre la cama, incapaz de moverse durante unos minutos. Después se levantó con una extraña sensación. A pesar de hallarse excitado, notaba que sus pulsaciones eran lentas... Volvió a dejar el Libro de Esoterismo en el estante. Cristian suspiró hondo, puso la cinta de música en marcha, fue a la cocina, rebuscó entre las infusiones y se preparó una tila bien cargada. Tras una pausa de media hora se encendió el último cigarro y reanudó la lectura.




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